Primero me pasé muchos días mirándote a escondidas, muchas noches cegado por tu imagen: yo nunca había visto un ángel.
No recuerdo cuanto tiempo estuve luchando contra mi cobardía hasta que me atreví a hablarte por primera vez. Tu rechazo o tu indiferencia me habrían herido de muerte, pero no: sonriendo, me regalaste una respuesta.
Empezamos a conversar. Hablábamos de nosotros, de los demás, de nada. Descubríamos con asombro que en todo coincidíamos, que todo lo construíamos juntos, ya para siempre.
El primer beso nos sorprendió a los dos, nos avergonzó a los dos y luego siguieron cientos, miles de besos durante muchos días y muchas noches, hasta que todo tu cuerpo se volvió de miel.
Por qué, cuándo o cómo nos perdimos es algo que nunca he llegado a comprender, algo que ni siquiera logro recordar.
Pero tengo la certeza íntima de que, aquel lejano día, el resto de mi vida se transformó en el resto de mi muerte.
Y sé que en todos los besos que después he dado, los de coñac y tabaco, los de agua de rosas y los de leche templada, he buscado ese último sabor a miel.
El tiempo encontrado
El tiempo no se detiene, está perdido, se escapa, tempus fugit, ser y tiempo, es un soplo la vida, veinte años no es nada, curioso elemento el tiempo, etc. El tiempo fluye, pasa, late, como el río a la vez quieto y en marcha, como estelas en el mar, tan callando, etc. Algo tan inasible como el tiempo, como la duración de una vida, por ejemplo, va Aristóteles y lo divide en cuatro compartimentos estancos: niñez, juventud, madurez, vejez. Y todo Occidente aprende a ver así el tiempo, a mirar así la evolución de la vida humana sin reparar en que no hay más que un beso, en que no hay más que una caricia, en que no hay más que un latido. Y en cada mente se instala, habita un juez de las edades sociales con su reloj y su calendario. Hasta los científicos llaman a los 30 años que vivimos ahora de promedio más que nuestros bisabuelos, años redundantes. Yo me propongo que ninguno de los años que me queden por vivir sea redundante. Cada día la vida recobra su sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada (Ortega acertando). Una pareja se besa apasionadamente en el parque. ¿Qué dirá el jurado: Ingenuo, ocurrente, espontáneo, si son niños; natural, peligroso, si son jóvenes; admirable, sospechoso, si son maduros; impropio, sorprendente, si son ancianos? Todos esos prejuicios y cálculos para referirse al mismo acto: un beso de amor. Y la unanimidad inconfesable del jurado: ¿Y yo qué, y yo no? Lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mí. O morir yo por ti si no hay más remedio, pero un poquito de marcha, por favor. Aunque seas la luna vestida de piel, aunque seas un anuncio de poliuretano de tamaño natural, vámonos a ver atardecer. No perdamos el tiempo, que luego hay que leerse las obras completas de Proust para seguir sin encontrarlo. ¿Has visto cómo está hoy el lago?
Música para una resurrección
Yo ya estaba enamorado de la música de Mozart la noche en que me deslumbró con un vestido nuevo: Las bodas de Fígaro. Me acompañaba una mujer que quizás me amó. Para los dos era la primera vez. Hubo momentos en que la emoción nos llevaba casi al sollozo. Me dije que tan sólo esa ópera era una buena razón para no morir nunca. Después la escuché durante muchos días y muchas noches y no sé cuándo, sin ningún motivo, dejé de escucharla. Entonces empezaron a pasar años, como diez o más (¿o dos días?) durante los cuales ópera y mujer permanecieron sepultas en mi memoria bajo sendos epitafios: “Aquí yace mi música preferida”. “Aquí yace una mujer que quizás me amó”. El olvido y la muerte serían idénticos, si no fuera porque el olvido a veces nos regala con el milagro de la resurrección. Tres regalos he tenido yo. Uno. La mujer que quizás me amó se me apareció al tercer día y me dijo que sí, que me amó y que desde entonces sigue escuchando la ópera y recordándome. Dos. Mi hijo me pregunta al tercer día que cuál es mi música preferida y yo le contesto que Las bodas de Fígaro y la escuchamos juntos y vemos juntos Amadeus y trato de transmitirle mi amor por la música de Mozart. Y tres. Al tercer día, mis hijos me regalan por mi cumpleaños una entrada para Las bodas de Fígaro en el Real, ahora, en julio. Así que yo he vuelto a escucharla durante muchos días y muchas noches y han nacido lirios en el desván y no ha pasado el tiempo y la piedra del sepulcro se ha descorrido sola y han aparecido brillando como si fuera ayer, Fígaro con su audacia, Susana con su honestidad, el Conde con su lujuria, la Condesa con su desamor y su perdón, Barbarina que llora porque perdió un alfiler, Querubín que pregunta qué es el amor. Y todas esas emociones tan humanas, tan cercanas, tan graciosamente enredadas en la comedia de Beaumarchais, transformadas en valor universal, en arte sublime, en eternidad, si cabe, gracias a la música de Mozart. Quién sabe, amables lectores, quizá merezcan la pena los años vividos, aunque nos parezcan demasiados, quizás es una ventaja tener un pasado muerto y enterrado en los sepulcros de la memoria sólo por si el azar se complace un día en regalarnos alguna resurrección.
Hable con ella
“Hable con ella” cuenta muchas cosas, ¡menudo es Almodóvar!, pero cuenta sobre todo la historia de un insólito y bellísimo primer amor – el de Benigno por Alicia – y de la forma de descubrirlo, de vivirlo, de explicarlo, de consumarlo y de morir por él de ese don Quijote anónimo, de ese príncipe azul de bata blanca, de ese Romeo carcelario, tan blando por fuera.
También habla, no quiero dejar de mencionarlo, de la ternura entre dos hombres (decir amigo es decir ternura); y de la muerte, que ya no nos visita en casa al amor del último rescoldo, sino en la asepsia de los hospitales con la última mueca de la última enfermera. Pero el amor de Benigno brilla con luz propia entre estos y otros temas de no poco interés. Y es ese amor el que nos conduce emocionados por la orillita del abismo, el que nos lleva de la mano por la cuerda floja: abajo las convenciones, arriba acaso el cielo.
Amor unidireccional, que se dice ahora, y delirante y no correspondido como el de don Quijote por su Dulcinea. Amor hacia una mujer muerta que parece viva o viva que parece muerta como el del príncipe por la bella durmiente o por Blancanieves. (El de Blancanieves se la llevaba en su ataúd de cristal para adorarla eternamente en semejante estado cuando un bache del camino la despertó: pura casualidad). Amor consumado en estado de enajenación mental transitoria. Creo que para este extremo pueden obviarse los ejemplos. Amor sentido como transformación (otros dirían transustanciación), como penetración física y metafísica en el ser amado. Unión, fusión sublime que se simboliza en la historia mística del “Amante Menguante”. Amado en la amada transformado. Amor, en fin, que trasciende de la vida y de la muerte del cuerpo y del alma y de sus complejas e invisibles fronteras.
¿Condenable? Benigno lo explica así:
“Estos cuatro años han sido los más ricos de mi vida, ocupándome de Alicia y haciendo las cosas que a ella le gustaba hacer”
Y cuando Marco, su amigo, le confiesa que no se siente capaz de tocar a Lydia, que no reconoce su cuerpo y que se siente muy mezquino por ello, Benigno le responde:
“Hable con ella. Cuénteselo”
Y luego añade:
“A las mujeres hay que tenerlas en cuenta, hablar con ellas, tener un detalle de vez en cuando. Acariciarlas de pronto y recordar que existen, que están vivas, que nos importan. Se lo digo por experiencia”
Queda claro que Alicia estaba más viva para Benigno que muchas mujeres vivas lo están para sus parejas. Benigno era virgen y estaba henchido y turbado de amor cuando penetró a Alicia por primera y única vez después de cuatro años de cuidarla con ternura y esmero todos los días. Por mucho menos me dejaría yo violar.
Luego lo metieron el la cárcel por psicópata y le ocultaron que Alicia había despertado por casualidad o por amor como Blancanieves. Y él reaccionó como Romeo ante la cataléptica Julieta: se envenenó para volar a su lado.
Si queréis encontrar el polvo enamorado que hace más de tres siglos se escapó de un soneto, id a buscarlo debajo de la lápida de Benigno. Y hablad con él.
También habla, no quiero dejar de mencionarlo, de la ternura entre dos hombres (decir amigo es decir ternura); y de la muerte, que ya no nos visita en casa al amor del último rescoldo, sino en la asepsia de los hospitales con la última mueca de la última enfermera. Pero el amor de Benigno brilla con luz propia entre estos y otros temas de no poco interés. Y es ese amor el que nos conduce emocionados por la orillita del abismo, el que nos lleva de la mano por la cuerda floja: abajo las convenciones, arriba acaso el cielo.
Amor unidireccional, que se dice ahora, y delirante y no correspondido como el de don Quijote por su Dulcinea. Amor hacia una mujer muerta que parece viva o viva que parece muerta como el del príncipe por la bella durmiente o por Blancanieves. (El de Blancanieves se la llevaba en su ataúd de cristal para adorarla eternamente en semejante estado cuando un bache del camino la despertó: pura casualidad). Amor consumado en estado de enajenación mental transitoria. Creo que para este extremo pueden obviarse los ejemplos. Amor sentido como transformación (otros dirían transustanciación), como penetración física y metafísica en el ser amado. Unión, fusión sublime que se simboliza en la historia mística del “Amante Menguante”. Amado en la amada transformado. Amor, en fin, que trasciende de la vida y de la muerte del cuerpo y del alma y de sus complejas e invisibles fronteras.
¿Condenable? Benigno lo explica así:
“Estos cuatro años han sido los más ricos de mi vida, ocupándome de Alicia y haciendo las cosas que a ella le gustaba hacer”
Y cuando Marco, su amigo, le confiesa que no se siente capaz de tocar a Lydia, que no reconoce su cuerpo y que se siente muy mezquino por ello, Benigno le responde:
“Hable con ella. Cuénteselo”
Y luego añade:
“A las mujeres hay que tenerlas en cuenta, hablar con ellas, tener un detalle de vez en cuando. Acariciarlas de pronto y recordar que existen, que están vivas, que nos importan. Se lo digo por experiencia”
Queda claro que Alicia estaba más viva para Benigno que muchas mujeres vivas lo están para sus parejas. Benigno era virgen y estaba henchido y turbado de amor cuando penetró a Alicia por primera y única vez después de cuatro años de cuidarla con ternura y esmero todos los días. Por mucho menos me dejaría yo violar.
Luego lo metieron el la cárcel por psicópata y le ocultaron que Alicia había despertado por casualidad o por amor como Blancanieves. Y él reaccionó como Romeo ante la cataléptica Julieta: se envenenó para volar a su lado.
Si queréis encontrar el polvo enamorado que hace más de tres siglos se escapó de un soneto, id a buscarlo debajo de la lápida de Benigno. Y hablad con él.
Culpa poética
La mosca nació en la ciudad. ¿Qué culpa tiene una mosca de haber nacido en la ciudad? La mosca murió antes de tiempo sin haber terminado de cumplir con su noble destino poético que, como sabemos, es el de evocar todas las cosas. Un encantador niñito rubio de siete años le arrancó las alas y la arrojó a un humeante café solo con sacarina que algún camarero hubo de cambiar después. El angelito vestido de franciscano (él hubiera preferido de marinero) observaba con morbosa complacencia la agonía del pobre bicho que se ahogaba, que se abrasaba en la infusión. ¿Qué culpa tuvo el niñito de aburrirse en el comedor. No tenía a mano ningún libro de Dickens ni su videoconsola de bolsillo, la de cuidar perritos o matar personas. ¿Dónde hay que ir a buscar, pues, la causa de esta barbarie, la esencia de toda barbarie? ¿Cómo podríamos evitar el sufrimiento atroz de algunas moscas? Aquí no sirve el control lúdico de natalidad (“O con condón o yo pongo stop”). Las moscas seguirán naciendo en las ciudades burlándose de la inteligencia de los urbanistas y no dejarán de molestar al homo sapiens sapiens con su pegajosa y reticular visión de la existencia. Una mutación mucho más profunda y sutil ha de operarse en los corazones inteligentes. Entiéndase el simbolismo de cuanto queda dicho antes de mirar a la rosa, que también agoniza en su búcaro. Sin estertores ni pataleos, ella marchita en silencio para ti. Quizás te mira serenamente desde su cruz de agua. ¿Quién tiene más derecho a la vida: la mosca o la rosa, la ética o la poética? El Universo conoce diversos grados de vida inteligente, también (o sobre todo) en la especie humana.
Pregúntale al lago
La montaña y el lago se guiñan el ojo del tiempo. La ciudad, como una serpiente de carne y piedra, retoza o duerme entre el lago y la montaña. Cien siglos de civilización con sus mezquinos afanes no llegan a rasguño en la piel del lago, a rozadura en el pie de la montaña. Pero los corazones de Neuchâtel, por poco que reparen en ello, pueblan con su reflejo el lago y su cielo, el cielo y su lago, inseparables. Y las mujeres de Neuchâtel son hermosas, porque ungen su piel con la sonrisa del lago, porque guardan en sus ojos la luz profunda del lago.
El lago jamás se oculta. Está siempre distinto. Hoy, como nunca. Tiene una imagen para cada mirada. Los Alpes son un sueño difuso y lejano. Ni siquiera las cuatro estructuras de acero y focos, que se yerguen insolentes sobre el estadio como cuatro monumentales matamoscas, alteran la benéfica presencia del lago, inmediata y remota como un temblor.
Yo aprendo mucho mirando al lago. Aprendo, por ejemplo, que el pensamiento es débil, que no hay propósito en la evolución, que el tiempo no es, que la muerte siempre es ajena, que el arte no salva al artista, que la vida está hecha de momentos, que nadie nos puede ayudar, que convendría contemplar más atardeceres, que el amor es jugar al ping pong, hacer una tarta de chocolate, repasar los países y capitales del mundo. Tú a lo mejor aprendes otras cosas, cada quien es cada cual; no digo datos, no: verdades, emociones, certezas íntimas.
Dicen que todo está en internet, y será verdad, pero yo te digo que todo está en el lago. Encontrarlo depende de la manera de navegar. Hazme caso, detente, despójate de la prisa y pregúntale al lago. Contémplalo. Está ahí temblando desde siempre para ti.
El lago jamás se oculta. Está siempre distinto. Hoy, como nunca. Tiene una imagen para cada mirada. Los Alpes son un sueño difuso y lejano. Ni siquiera las cuatro estructuras de acero y focos, que se yerguen insolentes sobre el estadio como cuatro monumentales matamoscas, alteran la benéfica presencia del lago, inmediata y remota como un temblor.
Yo aprendo mucho mirando al lago. Aprendo, por ejemplo, que el pensamiento es débil, que no hay propósito en la evolución, que el tiempo no es, que la muerte siempre es ajena, que el arte no salva al artista, que la vida está hecha de momentos, que nadie nos puede ayudar, que convendría contemplar más atardeceres, que el amor es jugar al ping pong, hacer una tarta de chocolate, repasar los países y capitales del mundo. Tú a lo mejor aprendes otras cosas, cada quien es cada cual; no digo datos, no: verdades, emociones, certezas íntimas.
Dicen que todo está en internet, y será verdad, pero yo te digo que todo está en el lago. Encontrarlo depende de la manera de navegar. Hazme caso, detente, despójate de la prisa y pregúntale al lago. Contémplalo. Está ahí temblando desde siempre para ti.
Igualdad de género
Mi esposa se desenamoró de mí y me dejó por otro. Me dijo que yo nunca fui ni un buen marido ni un buen padre y que ya estaba harta de aguantarme. Tuve que marcharme de nuestra casa donde ella vive ahora con nuestros hijos y con el otro. Por lo que cuentan los niños cuando ella me permite verlos, me da la impresión de los que cuatro son bastante felices.
Yo vivo solo. Me paso el día limpiando mi casa, planchando, atacando la nevera, sentado frente al televisor o llorando debajo de la ducha. Creo que en el fondo todavía espero que ella me llame un día y me diga: “Cálmate, nene, vuelve a casa, todo va a ir bien”.
He congeniado con el vecino de arriba. Es un chico de mi edad que también vive solo. Tiene una sonrisa preciosa, los ojos pardos tirando a verdes, llenos de luz; el pelo más bien largo, fino y abundante, castaño claro con algunos reflejos blancos. Es un encanto. Casi todas las noches terminamos cocinando algo juntos en casa del uno o del otro. Nos abrimos una botellita de vino y nos ponemos a charlar y a reírnos de todo. Con la segunda copa nos da por contarnos lo que hacíamos en la intimidad con nuestras esposas. Él es muy atrevido y audaz: me da todos los detalles, pero todos, todos. Yo me sonrojo con sólo escucharle. Tengo que espabilarme un poco. Algunas veces nos da por sentirnos muy desgraciados y ponernos a llorar y a consolarnos mutuamente. Otras, decidimos empezar una dieta juntos o nos ponemos a bailar como locos delante del espejo o nos probamos el uno la ropa del otro y nos prestamos algunas prendas o conjuntos. ¡Estamos tan unidos!
Es una suerte tener un amigo que nos ayude a sobrellevar la tiranía y la arbitrariedad con que la vida se complace en castigarnos. No puedo entender por qué las mujeres que se quedan solas y abandonadas no hacen como nosotros en vez de irse de putos.
Yo vivo solo. Me paso el día limpiando mi casa, planchando, atacando la nevera, sentado frente al televisor o llorando debajo de la ducha. Creo que en el fondo todavía espero que ella me llame un día y me diga: “Cálmate, nene, vuelve a casa, todo va a ir bien”.
He congeniado con el vecino de arriba. Es un chico de mi edad que también vive solo. Tiene una sonrisa preciosa, los ojos pardos tirando a verdes, llenos de luz; el pelo más bien largo, fino y abundante, castaño claro con algunos reflejos blancos. Es un encanto. Casi todas las noches terminamos cocinando algo juntos en casa del uno o del otro. Nos abrimos una botellita de vino y nos ponemos a charlar y a reírnos de todo. Con la segunda copa nos da por contarnos lo que hacíamos en la intimidad con nuestras esposas. Él es muy atrevido y audaz: me da todos los detalles, pero todos, todos. Yo me sonrojo con sólo escucharle. Tengo que espabilarme un poco. Algunas veces nos da por sentirnos muy desgraciados y ponernos a llorar y a consolarnos mutuamente. Otras, decidimos empezar una dieta juntos o nos ponemos a bailar como locos delante del espejo o nos probamos el uno la ropa del otro y nos prestamos algunas prendas o conjuntos. ¡Estamos tan unidos!
Es una suerte tener un amigo que nos ayude a sobrellevar la tiranía y la arbitrariedad con que la vida se complace en castigarnos. No puedo entender por qué las mujeres que se quedan solas y abandonadas no hacen como nosotros en vez de irse de putos.
El dolor ajeno
Tiempo hubo en que se podía decir “me duele este niño hambriento”. Ahora somos menos sentimentales, más globales y racionales. El objetivo del milenio es reducir el hambre en el mundo en un 50% para 2015. La grandiosa espina no tiene carne donde clavarse. Se tiene que clavar en un plazo, en una estadística y, claro, no agarra bien. Esta actualidad desbordante de dolor nos alela, nos aturde, nos inhibe. ¿Qué puede hacer mamá (o papá) con cuatro mil millones de afligidos (y no son todos) mientras su bebé llora por los gasecitos? La conmiseración empuja a la acción, pero la estadística nos deja con un vago sentimiento de culpa y de impotencia del que terminamos por desentendernos. Nadie, por mucho que viva, por mucho empeño que ponga, tiene más de medio segundo, tic, para dedicarle a cada víctima inocente de la guerra, del hambre, de la enfermedad, de la pobreza, etc. En la concepción global de la existencia a que nos condenan estos tiempos de sobredosis de actualidad, la vida y la muerte resultan incomprensibles, ¡resultan monstruosas!: La muerte, ese rito, se convierte en una catarata de cadáveres desconocidos precipitándose hacia la nada con mayor o menor caudal, según los días. El nacimiento, ese milagro, en un manantial de partos, en una estridencia de llantos de bebé, estremecidos. Tanto ha cambiado el cuento que hoy es el bosque el que no nos deja ver los árboles. El dolor global nos ciega ante el doliente de aquí al lado. El pasado puente, 69 personas se dejaron la vida en las carreteras españolas. ¡Qué horror! Un 6,9% menos que el mismo puente del año pasado. Ah, pues, mira, mejor. ¿Y qué ha hecho el Madrid?
Tirar de la lengua
Eso que piensas y que nunca dices por temor a que no sea lo que piensan todos o porque para hablar de eso ya están los intelectuales o porque no tiene importancia, eso, precisamente, es lo que todos necesitamos escuchar. Permíteme que te tire de la lengua con estas reflexiones:
La opinión de todos no es una sola opinión. La opinión de todos es el conjunto de las opiniones de cada uno; es decir, también de la tuya. La opinión de todos necesita de la tuya para ser verdadera, para no ser la opinión de unos cuantos manipuladores.
No existe ninguna opinión, por disparatada que pueda parecernos, que no coincida con la de algún intelectual. Los intelectuales, si es que existen, si en algo pueden distinguirse de nosotros, es en la variedad de grises que son capaces de ver donde nosotros no vemos más que blanco o negro. Preguntar, preguntan mucho y bien, ayudan a pensar, yo no les quito mérito; pero no hace falta ser un intelectual para saber que ellos tampoco tienen las repuestas: la vida y sus antes, la muerte y sus después, el amor y sus durante, la felicidad y sus mientras tanto. Vamos, que ignoran lo fundamental, exactamente igual que cualquiera, ni más ni menos, es decir, completamente, absolutamente. Así las cosas, ¿qué miedo podemos tener a expresar nuestra opinión, a obrar de acuerdo con nuestra opinión?
Tendemos a no darnos importancia. El esclavo nunca la tuvo y hace cuatro días que somos ciudadanos. Poco tiempo para vencer la inercia de la historia. La semántica confirma esta tendencia: “darse importancia” significa darse demasiada importancia. Un primer paso hacia la felicidad individual sería admitir que nuestra opinión es importante para nosotros mismos. Muchas veces ni siquiera eso tan evidente somos capaces de concedernos. Pero quiero dar un paso más: yo proclamo que la sociedad necesita individuos que se den importancia, que tengan en muy alta estima su propia opinión y sus propios sentimientos, individuos valientes que no teman a los fantasmas ni a las fantasmadas de quienes se consideran la élite intelectual. ¿Qué élite? El libre pensamiento, razón última del intelectualismo, es patrimonio universal.
Mi vida es interesante, pero, si no te la cuento, ¿de qué te sirve a ti? Por eso te la cuento, para sentirme útil y para que tú aprendas de mí. Tu vida es interesante, no lo dudes, cuéntala, quiero aprender de ti. Déjate tirar de la lengua.
La opinión de todos no es una sola opinión. La opinión de todos es el conjunto de las opiniones de cada uno; es decir, también de la tuya. La opinión de todos necesita de la tuya para ser verdadera, para no ser la opinión de unos cuantos manipuladores.
No existe ninguna opinión, por disparatada que pueda parecernos, que no coincida con la de algún intelectual. Los intelectuales, si es que existen, si en algo pueden distinguirse de nosotros, es en la variedad de grises que son capaces de ver donde nosotros no vemos más que blanco o negro. Preguntar, preguntan mucho y bien, ayudan a pensar, yo no les quito mérito; pero no hace falta ser un intelectual para saber que ellos tampoco tienen las repuestas: la vida y sus antes, la muerte y sus después, el amor y sus durante, la felicidad y sus mientras tanto. Vamos, que ignoran lo fundamental, exactamente igual que cualquiera, ni más ni menos, es decir, completamente, absolutamente. Así las cosas, ¿qué miedo podemos tener a expresar nuestra opinión, a obrar de acuerdo con nuestra opinión?
Tendemos a no darnos importancia. El esclavo nunca la tuvo y hace cuatro días que somos ciudadanos. Poco tiempo para vencer la inercia de la historia. La semántica confirma esta tendencia: “darse importancia” significa darse demasiada importancia. Un primer paso hacia la felicidad individual sería admitir que nuestra opinión es importante para nosotros mismos. Muchas veces ni siquiera eso tan evidente somos capaces de concedernos. Pero quiero dar un paso más: yo proclamo que la sociedad necesita individuos que se den importancia, que tengan en muy alta estima su propia opinión y sus propios sentimientos, individuos valientes que no teman a los fantasmas ni a las fantasmadas de quienes se consideran la élite intelectual. ¿Qué élite? El libre pensamiento, razón última del intelectualismo, es patrimonio universal.
Mi vida es interesante, pero, si no te la cuento, ¿de qué te sirve a ti? Por eso te la cuento, para sentirme útil y para que tú aprendas de mí. Tu vida es interesante, no lo dudes, cuéntala, quiero aprender de ti. Déjate tirar de la lengua.
Mientras
La felicidad es un viaje de placer hacia los propios sueños. Unos sueños indisciplinados que entran y salen de su retén de sueños; eso da igual, mientras quede alguno de guardia. Un viaje fragmentado, caótico, hacia una meta volante; eso da igual, mientras parezca coherente. Un viaje azaroso, circunstancial, inexplicable; eso da igual, mientras el viajero permanezca bien orientado. Un viaje incentivado por el éxito o por el fracaso; eso da igual, mientras ambos sirvan para crecer. Un viaje intransferible por naturaleza, una aventura en solitario; eso da igual, mientras al viajero no le falten algunos espectadores interesados.
Así veo yo la felicidad que viene, la de este siglo. Antes se concebía más como un estado que como un viaje. El viaje era en todo caso un medio para conseguir el estado. Ahora no. Ahora lo importante es el viaje. Antes le dábamos mucha importancia a los principios y nos engañábamos con lo causal: unos buenos principios para unos buenos fines. Ahora nos desborda lo casual y la realidad se ha convertido en un mientras permanente y frenético. La identidad, vapuleada por el cambio acelerado de todos sus referentes, se aferra a lo inmediato, a lo abarcable. El buque navega a la deriva. Mientras, nosotros estamos dentro afanados en nuestras mezquinas urgencias. La vida es mientras.
Veamos tres ejemplos. La muerte no perdona. Mientras, me apetece un pincho de tortilla. El Universo nos desvela sus misterios. Mientras, yo me meo: que se espere un poco el Universo. Las multinacionales nos engullen (algunos demócratas tenemos el privilegio de elegir la salsa). Mientras, yo espero (SOS) tu SMS. Y así podríamos seguir dándole pinceladas de inmediatez a la trascendencia. Ni la poderosa dama pudo evitar la juerga de anoche. El sol terminará por apagarse. Mientras, cuida de que no queme tu delicada piel. Se calienta el Globo, se queja la Madre Tierra. Algo habrá que hacer. No sabemos muy bien qué. Mientras, hay días que me duele mucho este cuerpo mío, y otros que no tanto. La guerra y el hambre golpean por doquier a nuestros iguales. Mientras, ayer me regalaste por fin una sonrisa y yo sentí que se me abría el pecho.
Menos mal que las instituciones nos llevan con paso lento, pero firme, por la senda de la verdad. Mientras, un cura piensa que Dios no existe, un médico se burla de su paciente, a un militar se le saltan las lágrimas con el culebrón, un maestro da cabezadas y los niños tiran avioncitos, un policía pone la sirena sólo por joder o una puta regala al más necesitado un dulce beso de amor.
Así veo yo la felicidad que viene, la de este siglo. Antes se concebía más como un estado que como un viaje. El viaje era en todo caso un medio para conseguir el estado. Ahora no. Ahora lo importante es el viaje. Antes le dábamos mucha importancia a los principios y nos engañábamos con lo causal: unos buenos principios para unos buenos fines. Ahora nos desborda lo casual y la realidad se ha convertido en un mientras permanente y frenético. La identidad, vapuleada por el cambio acelerado de todos sus referentes, se aferra a lo inmediato, a lo abarcable. El buque navega a la deriva. Mientras, nosotros estamos dentro afanados en nuestras mezquinas urgencias. La vida es mientras.
Veamos tres ejemplos. La muerte no perdona. Mientras, me apetece un pincho de tortilla. El Universo nos desvela sus misterios. Mientras, yo me meo: que se espere un poco el Universo. Las multinacionales nos engullen (algunos demócratas tenemos el privilegio de elegir la salsa). Mientras, yo espero (SOS) tu SMS. Y así podríamos seguir dándole pinceladas de inmediatez a la trascendencia. Ni la poderosa dama pudo evitar la juerga de anoche. El sol terminará por apagarse. Mientras, cuida de que no queme tu delicada piel. Se calienta el Globo, se queja la Madre Tierra. Algo habrá que hacer. No sabemos muy bien qué. Mientras, hay días que me duele mucho este cuerpo mío, y otros que no tanto. La guerra y el hambre golpean por doquier a nuestros iguales. Mientras, ayer me regalaste por fin una sonrisa y yo sentí que se me abría el pecho.
Menos mal que las instituciones nos llevan con paso lento, pero firme, por la senda de la verdad. Mientras, un cura piensa que Dios no existe, un médico se burla de su paciente, a un militar se le saltan las lágrimas con el culebrón, un maestro da cabezadas y los niños tiran avioncitos, un policía pone la sirena sólo por joder o una puta regala al más necesitado un dulce beso de amor.
Mi lengua
Para referirnos a la lengua materna decimos “mi lengua”. Decimos, por ejemplo, “hablo francés, pero mi lengua es el español”. Aunque no lo hablemos bien del todo, seguimos diciendo: “Mi lengua, la tengo un poco olvidada”. Me parece importante enfatizar sobre ese sentimiento de pertenencia. Mi lengua es mi madre. Mi lengua soy yo. Mi forma de ser y de pensar se construyó y se construye en amorosa simbiosis con mi lengua. Hay palabras de mi lengua, con una carga emocional intensa y remota, arraigadas en lo más profundo de mi alma, (modernamente, en lo más recóndito de mi cerebro): “mamá, bien, mal”. Ellas son mucho más de lo que significan, mucho más que su traducción a cualquier otra lengua; “padre, hermano, diosmío” (es evidente que “diosmío” es una sola palabra). Ellas son células de nuestro organismo, llamadas de nuestros antepasados. Son palabras mágicas.
El milagro es que mi lengua es también tu lengua, que sus palabras acarician tu alma (modernamente, estimulan tus neuronas) de la misma misteriosa manera que acarician la mía. Incluso esas palabras como justicia, libertad, amor, que ni tú ni yo sabemos muy bien lo que significan, nos unen, nos hermanan de manera sorprendente. Mi lengua es tu lengua, amigo de mi infancia, vecino de mi aldea, compañero de destierro, y también la tuya, que vives en un país que yo nunca visité, que pueblas una tierra que jamás pisarán mis pies, que tienes la piel cobriza o negra, que aprendiste a bailar salsa o cumbia antes que a andar, que saboreas manjares de los que yo ignoro hasta el nombre. A diez mil kilómetros de mi casa, alguien está cantando una canción en español (¿tango, corrido, fandango, habanera…?), está pronunciando las palabras mágicas que yo tan bien comprendo, que tanto me emocionan. Muchas cosas que fueron ya no son y fueron buenas. Otras nunca fueron como las aprendimos. Hay heridas antiguas que no curaron bien, heridas nuevas que sangran todavía. Pero yo, que no soy culpable, te digo a ti, que tampoco eres culpable, mira este sencillo milagro: a mí me queda tu lengua, la de “amigo” la de “paz”. La de “futuro”, y a ti te queda mi lengua.
El milagro es que mi lengua es también tu lengua, que sus palabras acarician tu alma (modernamente, estimulan tus neuronas) de la misma misteriosa manera que acarician la mía. Incluso esas palabras como justicia, libertad, amor, que ni tú ni yo sabemos muy bien lo que significan, nos unen, nos hermanan de manera sorprendente. Mi lengua es tu lengua, amigo de mi infancia, vecino de mi aldea, compañero de destierro, y también la tuya, que vives en un país que yo nunca visité, que pueblas una tierra que jamás pisarán mis pies, que tienes la piel cobriza o negra, que aprendiste a bailar salsa o cumbia antes que a andar, que saboreas manjares de los que yo ignoro hasta el nombre. A diez mil kilómetros de mi casa, alguien está cantando una canción en español (¿tango, corrido, fandango, habanera…?), está pronunciando las palabras mágicas que yo tan bien comprendo, que tanto me emocionan. Muchas cosas que fueron ya no son y fueron buenas. Otras nunca fueron como las aprendimos. Hay heridas antiguas que no curaron bien, heridas nuevas que sangran todavía. Pero yo, que no soy culpable, te digo a ti, que tampoco eres culpable, mira este sencillo milagro: a mí me queda tu lengua, la de “amigo” la de “paz”. La de “futuro”, y a ti te queda mi lengua.
Máquinas
Algunas veces estoy en la terraza y se me escapa el tiempo a darse un baño en el lago. Después me encierro en la realidad poliédrica de mi apartamento y me doy cuenta de que estoy rodeado de máquinas prodigiosas. Casi siempre hacen lo que yo espero de ellas y esa conducta, ya se sabe, es un excelente caldo de cultivo para el agradecimiento y hasta para el cariño. Gracias a ellas tengo la ropa limpia y perfumada, la vajilla brillante, la comida preparada, la información puntual, los seres queridos a tiro de tecla, el agua tibia sobre mi piel, la música de Mozart... En fin, mil mundos en mi mundo y el mundo entero ante mis ojos. ¡Ay, qué sería de mí sin mis máquinas! Ni afeitarme podría sin cortarme la cara. Las tengo en todas las estancias de mi casa: en el dormitorio y en el despacho, en el salón y en el comedor, en la cocina y en el baño. Las uso en el portal y en el garaje, en la oficina y en el club y por doquiera que voy me encuentro con su inagotable y servil geometría. Ellas me suben y me bajan, me llevan y me traen, me duermen y me despiertan, me alegran y me entristecen. Ellas ponen palabras en mis oídos, imágenes ante mis ojos; ellas atrapan y difunden mi espectro y mi voz. Unas son sencillas, cercanas y comprensibles, otras sofisticadas, sorprendentes y seductoras. A muchas doy cobijo bajo mi techo. Un hombre de mi posición puede mantener fácilmente a una docena larga de máquinas y aprovecharse de ellas a su antojo sin quebrantar la ley. ¿Será siempre así? Cuando transito por la casa maquinalmente, descubro a alguna de ellas funcionando humanamente por distracción. Es inquietante lo que pueda pasar en el futuro. Ya hay personas que trabajan como parte de una máquina y máquinas que trabajan como parte de una persona. En lo que a mí respecta, no estoy dispuesto a consentir que reine la confusión. En mi casa mando yo. Y pienso prosperar. De momento estoy ahorrando para poder comprarme en el año 2173 (todavía seré joven) un mayordomo androide, una bola de la felicidad y, por supuesto, un orgasmatrón.
Lengua chupadora
La lengua humana es una poderosa herramienta de comunicación. En la intimidad, las funciones lingüísticas de la lengua, que ya se perciben como ilimitadas, se ven reforzadas hasta el infinito por la función chupadora, capaz de suscitar en el receptor sutiles matices y también carnales evidencias con las que no podría competir el mejor de los poemas.
Comparte el ser humano la función chupadora con buena parte del reino animal y sin embargo, el cerebro privilegiado de esta rarísima especie que somos la dota de un mágico poder de transmisión de sentimientos y emociones. La lengua enamorada se convierte en poesía cuando habla y en música, esa música del tacto, cuando chupa. Esa música del tacto que, como la música del oído, como el suspiro o el beso de los dioses, no necesita pasar por el filtro racional para poner en acción a nuestras neuronas guerrilleras, que nos emboscan, nos asaltan, nos hieren y luego se camuflan y desaparecen dejándonos caer desde las artes del amor hasta la aritmética del voto o la física de la pistola.Se acerca la primavera, hermanas y hermanos en la lengua, y chupar está chupado: no hay más que ponerse. Quitémonos la ropa del miedo, quitémonos el pijama del tedio y no dejemos que se nos escape abril sin decirnos algo bello en ese lenguaje universal y cálido y húmedo que también habla nuestra lengua
Comparte el ser humano la función chupadora con buena parte del reino animal y sin embargo, el cerebro privilegiado de esta rarísima especie que somos la dota de un mágico poder de transmisión de sentimientos y emociones. La lengua enamorada se convierte en poesía cuando habla y en música, esa música del tacto, cuando chupa. Esa música del tacto que, como la música del oído, como el suspiro o el beso de los dioses, no necesita pasar por el filtro racional para poner en acción a nuestras neuronas guerrilleras, que nos emboscan, nos asaltan, nos hieren y luego se camuflan y desaparecen dejándonos caer desde las artes del amor hasta la aritmética del voto o la física de la pistola.Se acerca la primavera, hermanas y hermanos en la lengua, y chupar está chupado: no hay más que ponerse. Quitémonos la ropa del miedo, quitémonos el pijama del tedio y no dejemos que se nos escape abril sin decirnos algo bello en ese lenguaje universal y cálido y húmedo que también habla nuestra lengua
La memoria
Una vez, abrí mi teléfono móvil (a mí me gustan de los que se abren) y me sorprendió un mensaje que decía: “memoria casi llena”. No me cabe duda, el mensaje se refería a mí, quiero decir a ella, a mi memoria. Entonces me puse a investigar sobre la memoria, adquirí nuevos conocimientos y puse en marcha algunos trucos para recuperarla. Con gusto los compartiría con mis amables lectores, pero no los recuerdo. Desde aquel fatal aviso, mi memoria me sigue acompañando, pero ya no me ama. Cada día se me pone más rellena y más desganada. Yo trato de reanimarla pidiéndole listas: la de la compra, la de las cosas que no puedo dejar de hacer esta semana, la de las mujeres que me atraen, la de las bellas ciudades que conozco. Pero ella no reacciona. He llegado a pensar que me está haciendo la revolución de Mayo 68. Esa que pretendía poner a la misma altura que lo racional, la imaginación y los sentimientos y que jamás se ha puesto políticamente en práctica.
Voy a explicarme un poco. El día que le pedí la lista de las bellas ciudades, me contestó con unos cuantos nombres, pero no siguió un orden racional, por ejemplo, por continentes o de norte a sur. Tampoco me ofreció las más hermosas fotos ni los más importantes monumentos o museos ni las oportunas referencias geográficas o históricas. No. Me contestó cosas como estas:
En Ámsterdam, me miraste desde el escaparate. En Atenas me dejaste en el Partenón hecho una ruina. En al plaza de Rius y Taulet de Barcelona me regalaste tu medallita de la Moreneta. En Budapest, nos reíamos viendo al payaso de Macdonals desde el Danubio. ¡Qué borrachos acabamos en la fiesta del vino de Burdeos! En Fez compramos esa alfombra tan cara que no nos gusta. En Florencia pensamos casarnos en el Palacio Vecchio. En Estambul aprendimos, no sin esfuerzo, a decir “no” a los vendedores con el tono justo para que no insistieran. En Marrakech nos dio un buen susto aquel encantador de serpientes. En nuestro apartamento de París en el barrio Latino algunos días encendíamos la chimenea. En Sevilla, el calor te hizo perder el conocimiento en una taberna, cerca de la Maestranza. En Venecia no paraba de besarte. En Viena conseguimos entradas, ¡qué suerte!, para aquel concierto de Mozart.
¿Qué os parece este enfoque que le da mi memoria a lo que es importante y lo que no? Yo no puedo hacer nada. Se me ha vuelto hippy o pasota o contracultural, que en el origen revolucionario todo es lo mismo. Tendré que ponerme de su parte y revisar mis valores, porque, si no, no me va a dejar acordarme de nada. A lo mejor resulta que así soy más feliz.
Voy a explicarme un poco. El día que le pedí la lista de las bellas ciudades, me contestó con unos cuantos nombres, pero no siguió un orden racional, por ejemplo, por continentes o de norte a sur. Tampoco me ofreció las más hermosas fotos ni los más importantes monumentos o museos ni las oportunas referencias geográficas o históricas. No. Me contestó cosas como estas:
En Ámsterdam, me miraste desde el escaparate. En Atenas me dejaste en el Partenón hecho una ruina. En al plaza de Rius y Taulet de Barcelona me regalaste tu medallita de la Moreneta. En Budapest, nos reíamos viendo al payaso de Macdonals desde el Danubio. ¡Qué borrachos acabamos en la fiesta del vino de Burdeos! En Fez compramos esa alfombra tan cara que no nos gusta. En Florencia pensamos casarnos en el Palacio Vecchio. En Estambul aprendimos, no sin esfuerzo, a decir “no” a los vendedores con el tono justo para que no insistieran. En Marrakech nos dio un buen susto aquel encantador de serpientes. En nuestro apartamento de París en el barrio Latino algunos días encendíamos la chimenea. En Sevilla, el calor te hizo perder el conocimiento en una taberna, cerca de la Maestranza. En Venecia no paraba de besarte. En Viena conseguimos entradas, ¡qué suerte!, para aquel concierto de Mozart.
¿Qué os parece este enfoque que le da mi memoria a lo que es importante y lo que no? Yo no puedo hacer nada. Se me ha vuelto hippy o pasota o contracultural, que en el origen revolucionario todo es lo mismo. Tendré que ponerme de su parte y revisar mis valores, porque, si no, no me va a dejar acordarme de nada. A lo mejor resulta que así soy más feliz.
Ideal
La mejor verdad aún no está escrita ni la más bella frase ni el más claro pensamiento ni la más intensa emoción. Flotan en el cosmos, son admirables, son etéreos. Están esperando que algún genio los conciba, los dé forma, los convierta en palabra, en imagen, en melodía. Punzan sin tregua los cerebros de artistas, de pensadores, de poetas, de todos.
Hay loables aproximaciones por centenares de millares. Cada una de ellas justifica una vida, llena una vida. Yo busco la mía. Nunca la he de encontrar. Nunca dejare (sin tilde) de buscarla. Doy testimonio escrito de mis rastreos. Bebo en los testimonios de insignes rastreadores: vidas enteras, largas, laboriosas, de intensa y sabia búsqueda, condensadas en páginas de oro, en colores, en formas y sonidos prodigiosos. Me comunico con la realidad misma portadora del elixir que anhelo, con la naturaleza callada y sabia, con las costumbres y sus cambios en el espacio y en el tiempo, con la superstición y la arbitrariedad del espíritu humano que mueve algunos (no muchos) hilos de su propio destino y los dispone en forma de pirámide que apunta al cielo, que aplasta la tierra. (Esa esfera que el hombre hace pirámide).
Nada hallo. Me falta tiempo. Me faltan medios. Me falta voluntad. Me sobran necesidades. Me sobran años de vivencia embrutecedora, años de esclavitud que crecen como mi deseo de la mejor verdad, del a más bella frase, del más claro pensamiento, de la mas intensa emoción.
Hay loables aproximaciones por centenares de millares. Cada una de ellas justifica una vida, llena una vida. Yo busco la mía. Nunca la he de encontrar. Nunca dejare (sin tilde) de buscarla. Doy testimonio escrito de mis rastreos. Bebo en los testimonios de insignes rastreadores: vidas enteras, largas, laboriosas, de intensa y sabia búsqueda, condensadas en páginas de oro, en colores, en formas y sonidos prodigiosos. Me comunico con la realidad misma portadora del elixir que anhelo, con la naturaleza callada y sabia, con las costumbres y sus cambios en el espacio y en el tiempo, con la superstición y la arbitrariedad del espíritu humano que mueve algunos (no muchos) hilos de su propio destino y los dispone en forma de pirámide que apunta al cielo, que aplasta la tierra. (Esa esfera que el hombre hace pirámide).
Nada hallo. Me falta tiempo. Me faltan medios. Me falta voluntad. Me sobran necesidades. Me sobran años de vivencia embrutecedora, años de esclavitud que crecen como mi deseo de la mejor verdad, del a más bella frase, del más claro pensamiento, de la mas intensa emoción.
Vivir, che
Silvio cantaba a los muertos de su felicidad. Nunca está de más el agradecimiento. Cuatro horas y media de Che y, fíjate, no acabo de encontrarle a la guerrilla más que un sentido, digamos, circunstancial. Espíritu revolucionario, ética revolucionaria, necesidad indispensable de lucha armada. No sé, no sé. A otros les ha dado por la resistencia pacífica o por morir y resucitar a los tres días. Cuando alguien se aferra con valentía a sus convicciones, hasta el punto de ser capaz de los máximos sacrificios, de los mayores riesgos, de asumir la peor muerte por ellas, no sé, dan como ganas de escucharle a ver que dice y hasta de darle la razón aunque no la lleve. Si encima nos enteramos de que su causa es altruista y magnánima, con lo mezquinos y egoístas que suelen ser nuestros cotidianos afanes, caramba, uno se dice que mejor que idolatrar al cantante de moda o que correr detrás del pobre Brayan o de Forest, más vale seguir a un mito de calidad comprobada. Revolucionarios, inconformistas, iluminados (Rosa Díez dice que es revolucionaria), oye, suelen caer bien, tienen un discurso apasionado, sincero: ellos se lo creen. ¡Es tan difícil encontrar a alguien que se crea algo! Don Quijote, Don Juan, Max Estrella. Pero, mira, con todos los respetos, eso de que lleven la razón, es muy discutible. Dicen que los revolucionarios han cambiado el mundo. Yo no quiero ser más desagradecido que Silvio, que quede claro que se agradece la intención, la entrega y, en algún caso, los resultados. Pero el mundo cambia de todas formas y los cambios del mundo escapan a nuestro control (también al de los revolucionarios) y eso no tiene remedio conocido. Ahora mismo puede haber un héroe anónimo ahogando su corazón en el mar, seguramente cerca de Canarias, un corazón tan lleno de esperanza como el del Che navegando hacia Cuba. Ahora mismo un iraquí puede estar ajustándose un cinturón de explosivos que mañana acabará con su vida y la de otros. Un iraquí tan desesperado, tan convencido de su ideal o tan loco como lo estaba el Che el día en que el verdugo acabó con su vida. No sé, ya he dicho varias veces que no sé, pero, con todo respeto, ¿puede alguien asegurar que si Cristo, ese ser excepcional en la historia que estaba completamente convencido de ser hijo único de Dios, no hubiera muerto en la cruz, ahora las cosas irían peor? A mí me gusta esa canción de Brassens cuyo estribillo reza: “Morir por unas ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta”.
Venecia contigo
¿“…El lejano canal de romántica luz ya no tiene el embrujo que hacía soñar…”? Depende. Vamos a darle jarabe de palo a la nostalgia.
Es bella la nostalgia, no cabe duda, pero su belleza es engañosa. La nostalgia le tiende una trampa estética a la soledad; es la hermanita guapa y bien perfumada del fracaso.
Cambiemos el cuento: La chica de la estación encontró un trabajo, Penélope se quitó el bolso y los tacones y baila descalza en Benidorm, la del muelle de San Blas se vació ella misma los ojos de amaneceres y ahora lo ve todo mucho más claro, y ya es hora de dejar a Caperucita Roja que vaya donde le dé la gana.
Es bella la nostalgia, no cabe duda; ese delicado cosquilleo: “…una góndola va cobijando un amor…”; esa postración embelesada: “… ¡Qué callada quietud! ¡Qué tristeza sin fin!...” Tiene la nostalgia una belleza cautivadora y fantasmal.
Pero nosotros no somos fantasmas, somos de carne y hueso, y Venecia esta ahí, esperándonos. Venecia es la ilusión, es el propósito, es el objetivo, es el proyecto.
No confundamos ingenuidad con optimismo. Todos somos náufragos, ¡eso ya!, pero nadar es bueno para la salud y en ese insignificante hecho de mover los brazos y las piernas tratando de respirar al mismo tiempo hay algo de grandioso, de sublime. Existe un optimismo combativo cuyo ejercicio es beneficioso para la felicidad individual y para la transformación social. La palabra “lucha” está más guapa vestida de “por” que de “contra”. El optimismo puede ser una opción ética y estética. Voy a contaros muchos secretos en mi lengua. Hoy, uno, atended:
Hay quien lo ignora todavía, pero en Venecia vive una princesa (o príncipe) que no se cansa nunca de esperarnos. Nunca está en la aburrida sala del trono, sino que juega a esconderse en las antesalas y los corredores que a ella conducen y solamente se deja contemplar en toda su hermosura en el espejo del otro. Lo más inteligente para poder gozar de su verdadera imagen es salir ahora mismo hacia Venecia contigo. Vamos.
Es bella la nostalgia, no cabe duda, pero su belleza es engañosa. La nostalgia le tiende una trampa estética a la soledad; es la hermanita guapa y bien perfumada del fracaso.
Cambiemos el cuento: La chica de la estación encontró un trabajo, Penélope se quitó el bolso y los tacones y baila descalza en Benidorm, la del muelle de San Blas se vació ella misma los ojos de amaneceres y ahora lo ve todo mucho más claro, y ya es hora de dejar a Caperucita Roja que vaya donde le dé la gana.
Es bella la nostalgia, no cabe duda; ese delicado cosquilleo: “…una góndola va cobijando un amor…”; esa postración embelesada: “… ¡Qué callada quietud! ¡Qué tristeza sin fin!...” Tiene la nostalgia una belleza cautivadora y fantasmal.
Pero nosotros no somos fantasmas, somos de carne y hueso, y Venecia esta ahí, esperándonos. Venecia es la ilusión, es el propósito, es el objetivo, es el proyecto.
No confundamos ingenuidad con optimismo. Todos somos náufragos, ¡eso ya!, pero nadar es bueno para la salud y en ese insignificante hecho de mover los brazos y las piernas tratando de respirar al mismo tiempo hay algo de grandioso, de sublime. Existe un optimismo combativo cuyo ejercicio es beneficioso para la felicidad individual y para la transformación social. La palabra “lucha” está más guapa vestida de “por” que de “contra”. El optimismo puede ser una opción ética y estética. Voy a contaros muchos secretos en mi lengua. Hoy, uno, atended:
Hay quien lo ignora todavía, pero en Venecia vive una princesa (o príncipe) que no se cansa nunca de esperarnos. Nunca está en la aburrida sala del trono, sino que juega a esconderse en las antesalas y los corredores que a ella conducen y solamente se deja contemplar en toda su hermosura en el espejo del otro. Lo más inteligente para poder gozar de su verdadera imagen es salir ahora mismo hacia Venecia contigo. Vamos.
Camino
No es el camino que se hace al andar ni el caminito que el tiempo ha borrado. Camino es título del libro de máximas que escribiera el fundador del Opus. Fue mi libro de cabecera de los 14 a los 16 años. Alternaba su lectura con la masturbación culpable. Luego me fui quitando del vicio de su lectura y más tarde del de la culpabilidad. A partir de ahora, Camino también es el nombre de una hermosa niña de once años, toda cabello y ojos, toda entusiasmo y mimo y sonrisa, que fue aplastada como por una losa por dos enfermedades en perfecto paralelismo: el cáncer y el Opus.
La película, sin alejarse un ápice de lo testimonial, se convierte en enérgica condena de una cotidiana y solapada tortura. Camino es la víctima inocente, la virgen simbólica sacrificada a la tiranía de unos dioses caducos y anacrónicos. Camino es un grito sordo contra la sórdida opresión milenaria, un grito sordo que llena con su verdad angustiosa, una a una, todas las catedrales.
Esta vez la cámara, como la del más intrépido de los reporteros, ha sabido colocarse en un Guantánamo de muros invisibles y proyectar ante el gran público, para que juzgue cada cual, ni más ni menos que la verdad.
La película, sin alejarse un ápice de lo testimonial, se convierte en enérgica condena de una cotidiana y solapada tortura. Camino es la víctima inocente, la virgen simbólica sacrificada a la tiranía de unos dioses caducos y anacrónicos. Camino es un grito sordo contra la sórdida opresión milenaria, un grito sordo que llena con su verdad angustiosa, una a una, todas las catedrales.
Esta vez la cámara, como la del más intrépido de los reporteros, ha sabido colocarse en un Guantánamo de muros invisibles y proyectar ante el gran público, para que juzgue cada cual, ni más ni menos que la verdad.
Los principios de la panda
Algunas tardes llegábamos a la docena. Éramos el Calixto (con x), el Nacho, el Pauleras, el Abuelo, el Picota, Pablo Gil y yo, el Tony (con i griega). Ellas eran la Toñi, La Juani, la Pili, Nieves y Araceli. Nadie se preguntó nunca por qué Pablo Gil, Nieves y Araceli no tenían artículo. Solíamos juntarnos en La Abeja de Oro, una taberna de Guadalajara que sigue abierta, aunque ya no es en nada como era entonces. Nos reíamos o sonreíamos más de trescientas veces al día. Hoy está demostrado científicamente que ese es el umbral de la buena salud. (Se trata, como casi siempre, de uno de esos recientes estudios de una prestigiosa universidad americana enunciado en términos estadísticos. Así que, vaya usted a saber, a lo mejor hay alguien que sólo se ríe o sonríe 299 veces al día y también está sano). Nosotros siempre nos estábamos riendo. Éramos una panda. Teníamos cuatro principios de acción conjunta. Había que ver el buen resultado que nos daban. Eran los que siguen: Uno. Con que lo diga uno, vale. Dos. Pues también llevas razón. Tres. ¿Y yo qué, y yo no? Cuatro. ¡Tú también, por supuesto! Nosotros los cumplíamos casi siempre, entre la broma y la vera. Hoy han venido volando hasta mi maltrecha memoria desde quién sabe qué recónditos barrios, estos ingenuos preceptos, los he contemplado desde la perspectiva que da el tiempo y me ha parecido que encierran toda una doctrina de la concordia. Traducidos al lenguaje sesudo de algunos directores de recursos humanos, de esos que se olvidan de que “humanos” es la palabra más importante de las que nombran su cargo, de esos que se ríen o sonríen mucho menos de trescientas veces a l día, podrían quedar así: Uno. Disposición óptima del grupo a aceptar cualquier propuesta de uno de sus miembros, ya que no se concibe que quien la hace piense en otra cosa que en el bien del grupo. Dos. En el caso –improbabilísimo, si se aplica con rigor el principio primero- de discrepancia, todo el grupo dará la razón a quien discrepa, ya que no puede concebirse que lo haya hecho sino desde la absoluta certeza de que la nueva opción planteada es mucho mejor que la anterior para el bien del grupo. Tres. Si un miembro del grupo se siente excluido, debe manifestarlo inmediatamente, dando por hecho que la intención del resto del grupo no puede ser en ningún caso la de excluir de nada a ninguno de sus miembros. Cuatro. Ante una manifestación como la que se apunta en el principio tres, la reacción del resto del grupo será siempre de unánime acogida a quien –sin motivo alguno- se haya sentido excluido. Yo me quedo con la formulación de la panda y me regocija compartirla con mis amables lectores dejando bien claro que, si alguno piensa otra cosa, también lleva razón.
La ameba (acercamiento emocional)
¿Hay poesía en el lenguaje científico? ¿Hay connotación en las definiciones? El limitado uso lógico y racional del lenguaje nos priva de su sabiduría emocional. No prestamos la debida atención a esta forma de conocimiento tan palmaria, tan natural (la inteligencia ya puede ser artificial), tan humana.
Todo el mundo sabe (o puede saber fácilmente) que la ameba no es otra cosa que un protozoo rizópodo que carece de cutícula y emite seudópodos incapaces de anastomosarse entre sí. ¡Bendita sea la ciencia, que siempre nos saca de dudas sobre lo más elemental! Se trata de una definición conmovedora. Todos hemos sido unicelulares aunque no lo recordemos. Yo no recuerdo cosas mucho más recientes. Carezco de cutícula en el alma y ando siempre expuesto y dispuesto a las más inesperadas simbiosis. Ciertamente, tiendo a ser tolerante con estos seres vivos tan simples. Al fin y al cabo, ¿quién no emite seudópodos? Moviéndolos todos a la vez, podemos siquiera soñarnos en el camino como se arrastraba el monstruoso Gregorio Samsa ayudándose de sus débiles patitas.
Pero dejemos la inteligencia y la memoria, ambas emocionales, y detengámonos en la voluntad: esa incapacidad para anastomosarse entre sí no es de recibo. No pueden anastomosarse entre sí, de acuerdo, pero que se anastomosen con otros. Es muy fácil decir: “yo no me anastomoso, porque no puedo” y quedarse así, sin anastomosar, toda una cadena evolutiva. ¡Así no se progresa ni se llega a tejido ni a organismo ni a nada!
En fin, desde la ignorancia científica de lo que significa anastomosarse, desde esta ignorancia de todo a la que me han conducido tantos años de esfuerzo, quiero confesar que me siento muy próximo a ese bichito. Porque carece, porque lo que emite es falso e incapaz de algo incomprensible, porque es muy simple y tiene una definición muy compleja, ¿como el amor?, ¿como la existencia?; porque, a pesar de todo esto y por encima de todo esto, goza de un asombroso don: está vivo.
Todo el mundo sabe (o puede saber fácilmente) que la ameba no es otra cosa que un protozoo rizópodo que carece de cutícula y emite seudópodos incapaces de anastomosarse entre sí. ¡Bendita sea la ciencia, que siempre nos saca de dudas sobre lo más elemental! Se trata de una definición conmovedora. Todos hemos sido unicelulares aunque no lo recordemos. Yo no recuerdo cosas mucho más recientes. Carezco de cutícula en el alma y ando siempre expuesto y dispuesto a las más inesperadas simbiosis. Ciertamente, tiendo a ser tolerante con estos seres vivos tan simples. Al fin y al cabo, ¿quién no emite seudópodos? Moviéndolos todos a la vez, podemos siquiera soñarnos en el camino como se arrastraba el monstruoso Gregorio Samsa ayudándose de sus débiles patitas.
Pero dejemos la inteligencia y la memoria, ambas emocionales, y detengámonos en la voluntad: esa incapacidad para anastomosarse entre sí no es de recibo. No pueden anastomosarse entre sí, de acuerdo, pero que se anastomosen con otros. Es muy fácil decir: “yo no me anastomoso, porque no puedo” y quedarse así, sin anastomosar, toda una cadena evolutiva. ¡Así no se progresa ni se llega a tejido ni a organismo ni a nada!
En fin, desde la ignorancia científica de lo que significa anastomosarse, desde esta ignorancia de todo a la que me han conducido tantos años de esfuerzo, quiero confesar que me siento muy próximo a ese bichito. Porque carece, porque lo que emite es falso e incapaz de algo incomprensible, porque es muy simple y tiene una definición muy compleja, ¿como el amor?, ¿como la existencia?; porque, a pesar de todo esto y por encima de todo esto, goza de un asombroso don: está vivo.
El prójimo
De niño, uno cualquiera de aquellos días en los que correteaba por los jardines del Nacional Catolicismo, alguien me adoctrinó: “Amarás al prójimo como a ti mismo” y a mí me pareció una orden posible de cumplir. Conocía todos los significados: el prójimo, amar y yo mismo. Por fortuna he madurado y ahora ya no tengo claro ninguno de los tres. Tengo serias dudas acerca de quién soy yo mismo, amar es un verbo esterilizado por la polisemia y, sobre todo, ¿quién es el prójimo? ¿Dónde se ha metido el prójimo? ¿Es el del tercer piso o el del tercer mundo? ¿Es el pariente cercano cuyo rostro se me desfigura de entierro en entierro o el desconocido que me sonríe en pelotas? ¿Es el que me empuja en el bus o el que me miente en el chat? ¿El compañero de trabajo de hace dos años del que no sé casi nada o el personajillo de la tele de hace dos días del que ya lo sé casi todo?
¡Se me ha perdido el prójimo!
Así que pago una cuota mensual a una ONG a ver si me lo encuentra.
Niños soldado, trata de blancas, peleas de gallos, corridas de toros, tala ilegal de pinos, minas anti persona, abrigos de pieles, reutilización de pilas…
Da igual, todo es importante. La verdad es que yo daría prioridad a algunas cosas, pero de eso ya se encargan los expertos. Hoy en día lo que no falta son expertos en adormecer conciencias. Total, la cuota no varía. El estado de bienestar, el mismo que se encarga de barrer de mendigos, limpiadores de parabrisas y otras presencias molestas las aceras, nos ofrece una solidaridad masiva, bien planificada, cómoda y eficaz, un prójimo domiciliado por el banco.
Ayudar es bueno. Yo no me opongo al prójimo global, pero quiero romper una lanza a favor de la emoción del prójimo. Tenemos que recuperar esa emoción cotidiana por el ser humano que tenemos cerca, físicamente cerca. En la ciudad, todos es imposible, eso ya lo sabemos, pero es posible algunos. Se trata de un cambio de actitud. Serenar la mirada. Utilizar la sonrisa, infundirle un espíritu vivo a la formalidad de la cortesía. No hace falta más. Con eso basta. Con eso bastaría.
¡Se me ha perdido el prójimo!
Así que pago una cuota mensual a una ONG a ver si me lo encuentra.
Niños soldado, trata de blancas, peleas de gallos, corridas de toros, tala ilegal de pinos, minas anti persona, abrigos de pieles, reutilización de pilas…
Da igual, todo es importante. La verdad es que yo daría prioridad a algunas cosas, pero de eso ya se encargan los expertos. Hoy en día lo que no falta son expertos en adormecer conciencias. Total, la cuota no varía. El estado de bienestar, el mismo que se encarga de barrer de mendigos, limpiadores de parabrisas y otras presencias molestas las aceras, nos ofrece una solidaridad masiva, bien planificada, cómoda y eficaz, un prójimo domiciliado por el banco.
Ayudar es bueno. Yo no me opongo al prójimo global, pero quiero romper una lanza a favor de la emoción del prójimo. Tenemos que recuperar esa emoción cotidiana por el ser humano que tenemos cerca, físicamente cerca. En la ciudad, todos es imposible, eso ya lo sabemos, pero es posible algunos. Se trata de un cambio de actitud. Serenar la mirada. Utilizar la sonrisa, infundirle un espíritu vivo a la formalidad de la cortesía. No hace falta más. Con eso basta. Con eso bastaría.
El abecé de la felicidad
Con mis hijos juego a los abecedarios, de lugares geográficos, de animales, de plantas, etc. Estábamos echando uno de aves, un nombre cada uno, la a alondra, el búho. Me tocaba a mí: la calandria. El chorlito (risas), por la de no nos salía ninguna, el estornino, el faisán. Yo seguía jugando, pero me quedé con la calandria en la cabeza. No lograba recordar la canción. La gallina, el halcón el jilguero. La cantábamos mis hijos y yo cuando tenían seis o siete años menos que ahora; es decir, cuando tenían seis o siete años de edad. Por ka tampoco sabemos ningún ave. ¿Cómo era la canción? Lo pasábamos muy bien cantándola en el coche. Siempre íbamos en coche a todas partes: a ver a la abuelita, al Parque de Atracciones, a comer en el campo. No nos remordía la conciencia. Si alguna letra no nos sale, nos la saltamos, ¿vale?, y luego lo miramos en casa. ¿Cómo era? Era un canon como el del pinar y el cuco. Mira, el cuco habría valido por la ce y ahora no tendría yo este vacío. No logro acordarme de la letra. Sé que era una trivialidad y que, sin embargo, lo llenaba todo de intensas emociones. Estoy seguro de que había una calandria en aquel canon. El loro, el mirlo. ¡Eso es! ¡El mirlo y la calandria! No podía ser que hubiera muerto para siempre la magia de aquellos momentos, sus voces inocentes y la mía exultante.
Dos lindos pajaritos se casaron en el bosque
Tirolá lalá, tirolá lalá, tirolá, lalá lalá
El novio era un mirlo y la novia una calandria
Tirolá lalá, tirolá lalá, tirolá, lalá lalá
Eso era todo. Nos hartábamos de repetirlo. Por eñe, el ñandú. Pues el ñandú. Si tú lo dices. Por pe, la paloma. Eso era todo. Eso era la felicidad. Tirolá lalá lalá. Como lo son ahora estos abecedarios. El ruiseñor, la tórtola, el vencejo, la zurita.
- Ahora uno de animales domésticos.
- Por a, el avestruz.
- Sí, hombre, y por be, el bisonte.
- A ver, ahora le toca a Papá, por ce, el elefante.
Dos lindos pajaritos se casaron en el bosque
Tirolá lalá, tirolá lalá, tirolá, lalá lalá
El novio era un mirlo y la novia una calandria
Tirolá lalá, tirolá lalá, tirolá, lalá lalá
Eso era todo. Nos hartábamos de repetirlo. Por eñe, el ñandú. Pues el ñandú. Si tú lo dices. Por pe, la paloma. Eso era todo. Eso era la felicidad. Tirolá lalá lalá. Como lo son ahora estos abecedarios. El ruiseñor, la tórtola, el vencejo, la zurita.
- Ahora uno de animales domésticos.
- Por a, el avestruz.
- Sí, hombre, y por be, el bisonte.
- A ver, ahora le toca a Papá, por ce, el elefante.
Balance y propósito
Los cuatro cuartos suenan dundún. Las doce campanadas suenan TAM. Dundún como una llamada, como una espera impaciente. TAM como una cadencia, como una sentencia solemne. Quizá también como un sueño. Se nos escapa un año, uva a uva, pero detrás de un velo de champán nos espera una virgen recién despierta. Todo es al mismo tiempo balance y propósito.
Dundún. ¿Quién es? El año que viene. Derriba la muralla. Dundún. Este tiene que ser un año en el que desaparezcan los buenos y los malos, dundún, en el que no se busquen más que las alianzas, dundún en el que lo único intolerable sea intolerancia.
Atención. Todos preparados. A las doce suenan mis doce:
TAM. Para que disfrutemos del milagro de nuestra lengua común.
TAM. Para que nunca nos dejemos abatir por la nostalgia.
TAM. Para que demos importancia a nuestra propia opinión.
TAM. Para que no paremos de chuparnos.
TAM. Para que recuperemos al prójimo.
TAM. Para que dejemos lo maquinal a las máquinas.
TAM. Para que no se nos escape ningún mientras.
TAM. Para que no nos falte el impulso del ideal.
TAM. Para que valoremos nuestra sabiduría emocional
TAM. Pues… me he quedado en blanco. Esto…
TAM. Tirolá, lalá, lalá.
TAM. Para que reine por siempre la tolerancia.
Y ahora viene lo mejor: Los descorches suenan pum, pum, pum, por doquier, atropelladamente, como deseos voladores, y todo el mundo se abraza, se besa, se mira a los ojos, se sonríe.
Feliz año a todos.
Dundún. ¿Quién es? El año que viene. Derriba la muralla. Dundún. Este tiene que ser un año en el que desaparezcan los buenos y los malos, dundún, en el que no se busquen más que las alianzas, dundún en el que lo único intolerable sea intolerancia.
Atención. Todos preparados. A las doce suenan mis doce:
TAM. Para que disfrutemos del milagro de nuestra lengua común.
TAM. Para que nunca nos dejemos abatir por la nostalgia.
TAM. Para que demos importancia a nuestra propia opinión.
TAM. Para que no paremos de chuparnos.
TAM. Para que recuperemos al prójimo.
TAM. Para que dejemos lo maquinal a las máquinas.
TAM. Para que no se nos escape ningún mientras.
TAM. Para que no nos falte el impulso del ideal.
TAM. Para que valoremos nuestra sabiduría emocional
TAM. Pues… me he quedado en blanco. Esto…
TAM. Tirolá, lalá, lalá.
TAM. Para que reine por siempre la tolerancia.
Y ahora viene lo mejor: Los descorches suenan pum, pum, pum, por doquier, atropelladamente, como deseos voladores, y todo el mundo se abraza, se besa, se mira a los ojos, se sonríe.
Feliz año a todos.
Milana bonita
Si algún tirano jamás será abatido, ése es el tiempo, un señorito caprichoso que nos priva a su antojo del amor, que nos mata a la milana. ¡Ah, quién pudiera colgarlo de una soga!
¿Recordáis “Los santos inocentes”? Milana bonita. El Azarías llamaba así a la verdadera milana, la que se le murió sin que él lo pudiera remediar. También llamaba así a la cría de grajo que le regaló su sobrino, el Quirce, y a la niña chica y, ya en el manicomio, a la crucecita que la Régula le hiciera llegar. ¿Cómo nace una milana bonita? ¿Dónde habita la milana bonita de cada cual? ¿A quién nos dirigimos cuando expresamos nuestro amor? (“…si alguna vez amé y si algún día después de amar amé, fue por tu amor, Lucía…”). Lucía, un rayo de luna, el rostro de Tracy: el objeto de nuestro amor no existe más que en nosotros y ni siquiera a nosotros se nos revela. Milana bonita: Quia, quia, vuela hasta mi hombro desde el alero del tejado, desde la copa del árbol, desde la veleta de la capilla, desde donde juegas a ser libre. Milana bonita, vuela hasta mi hombro, cuando escuches la voz de tu amo, que quiero ponerte un granito de avena en el pico. Seguramente Don Juan se despedía de todas sus conquistas susurrándoles al oído “milana bonita” y se salvó del fuego eterno gracias a doña Inés que comprendió su verdadero amor porque había leído a Delibes. No nos amamos sino a nosotros mismos en el espejo del otro y sin ese egoísmo ciego que nos obliga a entregarnos, permaneceríamos impenetrables.
Muñequita preciosa de largas pestañas, pon los brazos por encima de la cabeza y dime, si todavía eres capaz de hablar, hasta qué punto te sientes mía cuando te hago el amor. Si no, basta con que gimas como sueles, milana bonita, porque yo sabré comprenderte. Muéstrame tus uñas largas y esmaltadas y ofréceme tus pechos generosos y estremecidos. Y mientras lo haces, llámame por mi nombre, reconoce a tu dueño, quia, come de ni mano.
Por enjugar sus lágrimas hubiera sido capaz de beberme la sangre del convidado de piedra, por aliviar su dolor inasible, de comerme la carne de las manzanas de Cezane; pero la niña chica no dejará nunca de llorar: llora porque el señorito me ha matado a la milana.
(Publicado en Don Gedeón)
¿Recordáis “Los santos inocentes”? Milana bonita. El Azarías llamaba así a la verdadera milana, la que se le murió sin que él lo pudiera remediar. También llamaba así a la cría de grajo que le regaló su sobrino, el Quirce, y a la niña chica y, ya en el manicomio, a la crucecita que la Régula le hiciera llegar. ¿Cómo nace una milana bonita? ¿Dónde habita la milana bonita de cada cual? ¿A quién nos dirigimos cuando expresamos nuestro amor? (“…si alguna vez amé y si algún día después de amar amé, fue por tu amor, Lucía…”). Lucía, un rayo de luna, el rostro de Tracy: el objeto de nuestro amor no existe más que en nosotros y ni siquiera a nosotros se nos revela. Milana bonita: Quia, quia, vuela hasta mi hombro desde el alero del tejado, desde la copa del árbol, desde la veleta de la capilla, desde donde juegas a ser libre. Milana bonita, vuela hasta mi hombro, cuando escuches la voz de tu amo, que quiero ponerte un granito de avena en el pico. Seguramente Don Juan se despedía de todas sus conquistas susurrándoles al oído “milana bonita” y se salvó del fuego eterno gracias a doña Inés que comprendió su verdadero amor porque había leído a Delibes. No nos amamos sino a nosotros mismos en el espejo del otro y sin ese egoísmo ciego que nos obliga a entregarnos, permaneceríamos impenetrables.
Muñequita preciosa de largas pestañas, pon los brazos por encima de la cabeza y dime, si todavía eres capaz de hablar, hasta qué punto te sientes mía cuando te hago el amor. Si no, basta con que gimas como sueles, milana bonita, porque yo sabré comprenderte. Muéstrame tus uñas largas y esmaltadas y ofréceme tus pechos generosos y estremecidos. Y mientras lo haces, llámame por mi nombre, reconoce a tu dueño, quia, come de ni mano.
Por enjugar sus lágrimas hubiera sido capaz de beberme la sangre del convidado de piedra, por aliviar su dolor inasible, de comerme la carne de las manzanas de Cezane; pero la niña chica no dejará nunca de llorar: llora porque el señorito me ha matado a la milana.
(Publicado en Don Gedeón)
La verdad dormida
Yo no sé muchas cosas, es verdad. Digo tan sólo lo que he visto. Y he visto…
Uno de esos escritores que se inventan una teoría facilona y esperanzadora como la de que todos tenemos un destino correcto y que nuestra felicidad consiste en descubrirlo y seguirlo y que además la vida nos ofrece varias oportunidades para ello vendía libros, caramelos, chicles, desde su puestecillo de mercachifle en el gran mercado mundial de la redención. A alguna Sherezade angélica y perversa, leve y aleve, le fascinaba su inspirada pluma que le parecía instrumento de la revelación divina, y en sus mañanas de tedio y de resaca, desde la celda de su cárcel de amor, que nunca dejaba de oler a incienso ni a tabaco, se esforzaba por desentrañar el misterio de esa palabrería de bien medida ambigüedad y encontrar por fin la verdad, ¡ay!, la salida del laberinto.
Baila, baila, baila, bailarina. Él siempre espiando tras de la cortina.
Sólo había que contemplarla bailar la danza de los siete velos para darse cuenta de que esa verdad que ella buscaba dormía un sueño placentero dentro de su vientre de nácar. Sólo había que mirarla mirar con sus ojos vidriosos de champán (éter y espuma) para comprobar que la verdad soñaba a través de ellos y se hacía carne en cada lágrima que iluminaba sus mejillas.
Yo la supe en sus temblores, tuve certeza de ella en sus sonrisas (la sonrisa es el temblor del alma en los labios) y fui herido, gravemente herido por sus uñas felinas, por sus gritos desgarrados de angustia y cucarachas (…que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos…), cuando todo se volvió de pronto del color del diablo, cuando a una noche amaneció otra noche más intensa y más larga.
Volví al refugio sangrando por los ojos (…y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos…) y a mí me pareció que aquella aurora el sol iluminaba el lago con desgana y que las calles de Neuchâtel no llevaban a ninguna parte, que eran todas la misma calle, el mismo laberinto.
…Y sé todos los cuentos.
(Publicado en Mundo Hispánico)
Uno de esos escritores que se inventan una teoría facilona y esperanzadora como la de que todos tenemos un destino correcto y que nuestra felicidad consiste en descubrirlo y seguirlo y que además la vida nos ofrece varias oportunidades para ello vendía libros, caramelos, chicles, desde su puestecillo de mercachifle en el gran mercado mundial de la redención. A alguna Sherezade angélica y perversa, leve y aleve, le fascinaba su inspirada pluma que le parecía instrumento de la revelación divina, y en sus mañanas de tedio y de resaca, desde la celda de su cárcel de amor, que nunca dejaba de oler a incienso ni a tabaco, se esforzaba por desentrañar el misterio de esa palabrería de bien medida ambigüedad y encontrar por fin la verdad, ¡ay!, la salida del laberinto.
Baila, baila, baila, bailarina. Él siempre espiando tras de la cortina.
Sólo había que contemplarla bailar la danza de los siete velos para darse cuenta de que esa verdad que ella buscaba dormía un sueño placentero dentro de su vientre de nácar. Sólo había que mirarla mirar con sus ojos vidriosos de champán (éter y espuma) para comprobar que la verdad soñaba a través de ellos y se hacía carne en cada lágrima que iluminaba sus mejillas.
Yo la supe en sus temblores, tuve certeza de ella en sus sonrisas (la sonrisa es el temblor del alma en los labios) y fui herido, gravemente herido por sus uñas felinas, por sus gritos desgarrados de angustia y cucarachas (…que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos…), cuando todo se volvió de pronto del color del diablo, cuando a una noche amaneció otra noche más intensa y más larga.
Volví al refugio sangrando por los ojos (…y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos…) y a mí me pareció que aquella aurora el sol iluminaba el lago con desgana y que las calles de Neuchâtel no llevaban a ninguna parte, que eran todas la misma calle, el mismo laberinto.
…Y sé todos los cuentos.
(Publicado en Mundo Hispánico)
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