Milana bonita

Si algún tirano jamás será abatido, ése es el tiempo, un señorito caprichoso que nos priva a su antojo del amor, que nos mata a la milana. ¡Ah, quién pudiera colgarlo de una soga!
¿Recordáis “Los santos inocentes”? Milana bonita. El Azarías llamaba así a la verdadera milana, la que se le murió sin que él lo pudiera remediar. También llamaba así a la cría de grajo que le regaló su sobrino, el Quirce, y a la niña chica y, ya en el manicomio, a la crucecita que la Régula le hiciera llegar. ¿Cómo nace una milana bonita? ¿Dónde habita la milana bonita de cada cual? ¿A quién nos dirigimos cuando expresamos nuestro amor? (“…si alguna vez amé y si algún día después de amar amé, fue por tu amor, Lucía…”). Lucía, un rayo de luna, el rostro de Tracy: el objeto de nuestro amor no existe más que en nosotros y ni siquiera a nosotros se nos revela. Milana bonita: Quia, quia, vuela hasta mi hombro desde el alero del tejado, desde la copa del árbol, desde la veleta de la capilla, desde donde juegas a ser libre. Milana bonita, vuela hasta mi hombro, cuando escuches la voz de tu amo, que quiero ponerte un granito de avena en el pico. Seguramente Don Juan se despedía de todas sus conquistas susurrándoles al oído “milana bonita” y se salvó del fuego eterno gracias a doña Inés que comprendió su verdadero amor porque había leído a Delibes. No nos amamos sino a nosotros mismos en el espejo del otro y sin ese egoísmo ciego que nos obliga a entregarnos, permaneceríamos impenetrables.
Muñequita preciosa de largas pestañas, pon los brazos por encima de la cabeza y dime, si todavía eres capaz de hablar, hasta qué punto te sientes mía cuando te hago el amor. Si no, basta con que gimas como sueles, milana bonita, porque yo sabré comprenderte. Muéstrame tus uñas largas y esmaltadas y ofréceme tus pechos generosos y estremecidos. Y mientras lo haces, llámame por mi nombre, reconoce a tu dueño, quia, come de ni mano.
Por enjugar sus lágrimas hubiera sido capaz de beberme la sangre del convidado de piedra, por aliviar su dolor inasible, de comerme la carne de las manzanas de Cezane; pero la niña chica no dejará nunca de llorar: llora porque el señorito me ha matado a la milana.
(Publicado en Don Gedeón)

La verdad dormida

Yo no sé muchas cosas, es verdad. Digo tan sólo lo que he visto. Y he visto…
Uno de esos escritores que se inventan una teoría facilona y esperanzadora como la de que todos tenemos un destino correcto y que nuestra felicidad consiste en descubrirlo y seguirlo y que además la vida nos ofrece varias oportunidades para ello vendía libros, caramelos, chicles, desde su puestecillo de mercachifle en el gran mercado mundial de la redención. A alguna Sherezade angélica y perversa, leve y aleve, le fascinaba su inspirada pluma que le parecía instrumento de la revelación divina, y en sus mañanas de tedio y de resaca, desde la celda de su cárcel de amor, que nunca dejaba de oler a incienso ni a tabaco, se esforzaba por desentrañar el misterio de esa palabrería de bien medida ambigüedad y encontrar por fin la verdad, ¡ay!, la salida del laberinto.
Baila, baila, baila, bailarina. Él siempre espiando tras de la cortina.
Sólo había que contemplarla bailar la danza de los siete velos para darse cuenta de que esa verdad que ella buscaba dormía un sueño placentero dentro de su vientre de nácar. Sólo había que mirarla mirar con sus ojos vidriosos de champán (éter y espuma) para comprobar que la verdad soñaba a través de ellos y se hacía carne en cada lágrima que iluminaba sus mejillas.
Yo la supe en sus temblores, tuve certeza de ella en sus sonrisas (la sonrisa es el temblor del alma en los labios) y fui herido, gravemente herido por sus uñas felinas, por sus gritos desgarrados de angustia y cucarachas (…que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos…), cuando todo se volvió de pronto del color del diablo, cuando a una noche amaneció otra noche más intensa y más larga.
Volví al refugio sangrando por los ojos (…y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos…) y a mí me pareció que aquella aurora el sol iluminaba el lago con desgana y que las calles de Neuchâtel no llevaban a ninguna parte, que eran todas la misma calle, el mismo laberinto.
…Y sé todos los cuentos.
(Publicado en Mundo Hispánico)