El tiempo encontrado

El tiempo no se detiene, está perdido, se escapa, tempus fugit, ser y tiempo, es un soplo la vida, veinte años no es nada, curioso elemento el tiempo, etc. El tiempo fluye, pasa, late, como el río a la vez quieto y en marcha, como estelas en el mar, tan callando, etc. Algo tan inasible como el tiempo, como la duración de una vida, por ejemplo, va Aristóteles y lo divide en cuatro compartimentos estancos: niñez, juventud, madurez, vejez. Y todo Occidente aprende a ver así el tiempo, a mirar así la evolución de la vida humana sin reparar en que no hay más que un beso, en que no hay más que una caricia, en que no hay más que un latido. Y en cada mente se instala, habita un juez de las edades sociales con su reloj y su calendario. Hasta los científicos llaman a los 30 años que vivimos ahora de promedio más que nuestros bisabuelos, años redundantes. Yo me propongo que ninguno de los años que me queden por vivir sea redundante. Cada día la vida recobra su sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada (Ortega acertando). Una pareja se besa apasionadamente en el parque. ¿Qué dirá el jurado: Ingenuo, ocurrente, espontáneo, si son niños; natural, peligroso, si son jóvenes; admirable, sospechoso, si son maduros; impropio, sorprendente, si son ancianos? Todos esos prejuicios y cálculos para referirse al mismo acto: un beso de amor. Y la unanimidad inconfesable del jurado: ¿Y yo qué, y yo no? Lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mí. O morir yo por ti si no hay más remedio, pero un poquito de marcha, por favor. Aunque seas la luna vestida de piel, aunque seas un anuncio de poliuretano de tamaño natural, vámonos a ver atardecer. No perdamos el tiempo, que luego hay que leerse las obras completas de Proust para seguir sin encontrarlo. ¿Has visto cómo está hoy el lago?

Música para una resurrección

Yo ya estaba enamorado de la música de Mozart la noche en que me deslumbró con un vestido nuevo: Las bodas de Fígaro. Me acompañaba una mujer que quizás me amó. Para los dos era la primera vez. Hubo momentos en que la emoción nos llevaba casi al sollozo. Me dije que tan sólo esa ópera era una buena razón para no morir nunca. Después la escuché durante muchos días y muchas noches y no sé cuándo, sin ningún motivo, dejé de escucharla. Entonces empezaron a pasar años, como diez o más (¿o dos días?) durante los cuales ópera y mujer permanecieron sepultas en mi memoria bajo sendos epitafios: “Aquí yace mi música preferida”. “Aquí yace una mujer que quizás me amó”. El olvido y la muerte serían idénticos, si no fuera porque el olvido a veces nos regala con el milagro de la resurrección. Tres regalos he tenido yo. Uno. La mujer que quizás me amó se me apareció al tercer día y me dijo que sí, que me amó y que desde entonces sigue escuchando la ópera y recordándome. Dos. Mi hijo me pregunta al tercer día que cuál es mi música preferida y yo le contesto que Las bodas de Fígaro y la escuchamos juntos y vemos juntos Amadeus y trato de transmitirle mi amor por la música de Mozart. Y tres. Al tercer día, mis hijos me regalan por mi cumpleaños una entrada para Las bodas de Fígaro en el Real, ahora, en julio. Así que yo he vuelto a escucharla durante muchos días y muchas noches y han nacido lirios en el desván y no ha pasado el tiempo y la piedra del sepulcro se ha descorrido sola y han aparecido brillando como si fuera ayer, Fígaro con su audacia, Susana con su honestidad, el Conde con su lujuria, la Condesa con su desamor y su perdón, Barbarina que llora porque perdió un alfiler, Querubín que pregunta qué es el amor. Y todas esas emociones tan humanas, tan cercanas, tan graciosamente enredadas en la comedia de Beaumarchais, transformadas en valor universal, en arte sublime, en eternidad, si cabe, gracias a la música de Mozart. Quién sabe, amables lectores, quizá merezcan la pena los años vividos, aunque nos parezcan demasiados, quizás es una ventaja tener un pasado muerto y enterrado en los sepulcros de la memoria sólo por si el azar se complace un día en regalarnos alguna resurrección.

Hable con ella

“Hable con ella” cuenta muchas cosas, ¡menudo es Almodóvar!, pero cuenta sobre todo la historia de un insólito y bellísimo primer amor – el de Benigno por Alicia – y de la forma de descubrirlo, de vivirlo, de explicarlo, de consumarlo y de morir por él de ese don Quijote anónimo, de ese príncipe azul de bata blanca, de ese Romeo carcelario, tan blando por fuera.
También habla, no quiero dejar de mencionarlo, de la ternura entre dos hombres (decir amigo es decir ternura); y de la muerte, que ya no nos visita en casa al amor del último rescoldo, sino en la asepsia de los hospitales con la última mueca de la última enfermera. Pero el amor de Benigno brilla con luz propia entre estos y otros temas de no poco interés. Y es ese amor el que nos conduce emocionados por la orillita del abismo, el que nos lleva de la mano por la cuerda floja: abajo las convenciones, arriba acaso el cielo.
Amor unidireccional, que se dice ahora, y delirante y no correspondido como el de don Quijote por su Dulcinea. Amor hacia una mujer muerta que parece viva o viva que parece muerta como el del príncipe por la bella durmiente o por Blancanieves. (El de Blancanieves se la llevaba en su ataúd de cristal para adorarla eternamente en semejante estado cuando un bache del camino la despertó: pura casualidad). Amor consumado en estado de enajenación mental transitoria. Creo que para este extremo pueden obviarse los ejemplos. Amor sentido como transformación (otros dirían transustanciación), como penetración física y metafísica en el ser amado. Unión, fusión sublime que se simboliza en la historia mística del “Amante Menguante”. Amado en la amada transformado. Amor, en fin, que trasciende de la vida y de la muerte del cuerpo y del alma y de sus complejas e invisibles fronteras.
¿Condenable? Benigno lo explica así:
“Estos cuatro años han sido los más ricos de mi vida, ocupándome de Alicia y haciendo las cosas que a ella le gustaba hacer”
Y cuando Marco, su amigo, le confiesa que no se siente capaz de tocar a Lydia, que no reconoce su cuerpo y que se siente muy mezquino por ello, Benigno le responde:
“Hable con ella. Cuénteselo”
Y luego añade:
“A las mujeres hay que tenerlas en cuenta, hablar con ellas, tener un detalle de vez en cuando. Acariciarlas de pronto y recordar que existen, que están vivas, que nos importan. Se lo digo por experiencia”
Queda claro que Alicia estaba más viva para Benigno que muchas mujeres vivas lo están para sus parejas. Benigno era virgen y estaba henchido y turbado de amor cuando penetró a Alicia por primera y única vez después de cuatro años de cuidarla con ternura y esmero todos los días. Por mucho menos me dejaría yo violar.
Luego lo metieron el la cárcel por psicópata y le ocultaron que Alicia había despertado por casualidad o por amor como Blancanieves. Y él reaccionó como Romeo ante la cataléptica Julieta: se envenenó para volar a su lado.
Si queréis encontrar el polvo enamorado que hace más de tres siglos se escapó de un soneto, id a buscarlo debajo de la lápida de Benigno. Y hablad con él.

Culpa poética

La mosca nació en la ciudad. ¿Qué culpa tiene una mosca de haber nacido en la ciudad? La mosca murió antes de tiempo sin haber terminado de cumplir con su noble destino poético que, como sabemos, es el de evocar todas las cosas. Un encantador niñito rubio de siete años le arrancó las alas y la arrojó a un humeante café solo con sacarina que algún camarero hubo de cambiar después. El angelito vestido de franciscano (él hubiera preferido de marinero) observaba con morbosa complacencia la agonía del pobre bicho que se ahogaba, que se abrasaba en la infusión. ¿Qué culpa tuvo el niñito de aburrirse en el comedor. No tenía a mano ningún libro de Dickens ni su videoconsola de bolsillo, la de cuidar perritos o matar personas. ¿Dónde hay que ir a buscar, pues, la causa de esta barbarie, la esencia de toda barbarie? ¿Cómo podríamos evitar el sufrimiento atroz de algunas moscas? Aquí no sirve el control lúdico de natalidad (“O con condón o yo pongo stop”). Las moscas seguirán naciendo en las ciudades burlándose de la inteligencia de los urbanistas y no dejarán de molestar al homo sapiens sapiens con su pegajosa y reticular visión de la existencia. Una mutación mucho más profunda y sutil ha de operarse en los corazones inteligentes. Entiéndase el simbolismo de cuanto queda dicho antes de mirar a la rosa, que también agoniza en su búcaro. Sin estertores ni pataleos, ella marchita en silencio para ti. Quizás te mira serenamente desde su cruz de agua. ¿Quién tiene más derecho a la vida: la mosca o la rosa, la ética o la poética? El Universo conoce diversos grados de vida inteligente, también (o sobre todo) en la especie humana.

Pregúntale al lago

La montaña y el lago se guiñan el ojo del tiempo. La ciudad, como una serpiente de carne y piedra, retoza o duerme entre el lago y la montaña. Cien siglos de civilización con sus mezquinos afanes no llegan a rasguño en la piel del lago, a rozadura en el pie de la montaña. Pero los corazones de Neuchâtel, por poco que reparen en ello, pueblan con su reflejo el lago y su cielo, el cielo y su lago, inseparables. Y las mujeres de Neuchâtel son hermosas, porque ungen su piel con la sonrisa del lago, porque guardan en sus ojos la luz profunda del lago.
El lago jamás se oculta. Está siempre distinto. Hoy, como nunca. Tiene una imagen para cada mirada. Los Alpes son un sueño difuso y lejano. Ni siquiera las cuatro estructuras de acero y focos, que se yerguen insolentes sobre el estadio como cuatro monumentales matamoscas, alteran la benéfica presencia del lago, inmediata y remota como un temblor.
Yo aprendo mucho mirando al lago. Aprendo, por ejemplo, que el pensamiento es débil, que no hay propósito en la evolución, que el tiempo no es, que la muerte siempre es ajena, que el arte no salva al artista, que la vida está hecha de momentos, que nadie nos puede ayudar, que convendría contemplar más atardeceres, que el amor es jugar al ping pong, hacer una tarta de chocolate, repasar los países y capitales del mundo. Tú a lo mejor aprendes otras cosas, cada quien es cada cual; no digo datos, no: verdades, emociones, certezas íntimas.
Dicen que todo está en internet, y será verdad, pero yo te digo que todo está en el lago. Encontrarlo depende de la manera de navegar. Hazme caso, detente, despójate de la prisa y pregúntale al lago. Contémplalo. Está ahí temblando desde siempre para ti.