Estilo de vida

Reconozco que ser infeliz posee cierto embrujo, digamos, cierta tentación estética. ¡Hay desgracias tan bellas! Dan como envidia. Da como rabia perdérselas, ¿verdad? Sí, la infelicidad, el sufrimiento lacerante y pasional puede ser un hermoso, un romántico error de juventud. Pero a la edad provecta, quizás convenga más ser feliz, ser decididamente feliz, vamos, hacer de la felicidad un estilo de vida. Te pongo un ejemplo:
Me despierto. Qué bien descansado estoy. Hace bueno hoy. Está precioso el lago. Siempre distinto. Muchas cosas que hacer. Todas me apetecen, pero sin prisa, sin estrés. Lo primero un paseíto por la orillita. A mirar hembras (¿mirar sí que se puede?), a sentir la brisa, a despertar los apetitos. Luego un desayuno ”rico, rico” en el lugar habitual, todo un rito. ¡Abajo la comida rápida! Atender el correo electrónico y postal. Consultar la agenda para hoy. Planificar la actividad del día con calma, con eficacia, con el rigor que exigen las responsabilidades asumidas, con el placer de innovar, de actualizar, de vivir el presente, de ilusionarse con los proyectos de futuro, de evitar los errores del pasado, de cosechar y conservar las buenas ideas, de atrapar la genialidad de un momento, si la suerte me la pusiera a tiro. Y todo ello confortablemente, sin agobios, como bailando con la vida.
Luego viene poner el día en práctica, interactuar con el entorno buscando mutua gratificación, cumpliendo con el programa trazado, observando y valorando los resultados en una búsqueda serena de superación, de excelencia, si cabe.
Y en las últimas horas del día, dejarse caer como lo hace el sol detrás de las montañas en una sonrisa compartida, en una conversación confiada, en una caricia regalada, en un ensueño erótico, quizás en un último frenesí, en un profundo reposo.
¿Me pones otro ejemplo?

Errancias de funcionario

Digo yo que, con perdón de los eruditos, la palabra “errancia” falta en el diccionario, porque si para errar (equivocarse) tenemos los sustantivos error, yerro, y el más específico errata, para errar (ir sin rumbo) no tenemos más que el adjetivo errante, que es muy bonito, pero sustantivo falta. Cuando se divaga, es decir, cuando se yerra con el pensamiento, se comete una divagación, perro cada vez que se va de acá para allá, sin otro propósito que el de recorrer algún camino, que el de dejarse sorprender por la vida, esa dama caprichosa, entonces lo que se comete es una errancia. Lo que dure, dura. Borges se quedó con ganas de más errancias. En su poema último confiesa que se arrepiente de haber usado demasiado el termómetro y el paracaídas. A mí que no me pase. Yo, aunque funcionario, estigma no pequeño, quisiera ser el funcionario errante. Ya sé que la expresión “funcionario errante” puede parecer contradictoria u obvia, según se mire, pero ya estoy acostumbrado a que me definan administrativamente con expresiones tan contradictorias (u obvias) como “propietario provisional” o “residente en el exterior”. Funcionario errante, eso es. El funcionario errante no quiere volver a olvidar esas bellísimas (y obvias) contradicciones de la adolescencia con que le han obsequiado sus hijos en su última visita. No pararía nunca de errar con ellos, porque ellos son capaces de beberse el mundo con los ojos, de comerse la felicidad de cada momento hasta que se les deshace en los labios, de reírse hasta perder el control, cantar hasta que se les quiebra la voz y desear hasta el aturdimiento, porque correrían hasta el límite de sus fuerzas para ver qué se esconde detrás del horizonte.
Cuando los hijos se le volaron, el funcionario errante sintió como si se le agigantara el pasado y forzó su lesa memoria para intentar mantener en los ojos y los labios, en la risa y el deseo, en los cantos y las errancias, el empuje de una resucitada adolescencia.

Plegaria democrática


Yo confieso ante la Democracia, consoladora de los justos, y ante vosotros, hermanos demócratas, que atento mucho contra nuestro ideal compartido con el pensamiento, la palabra, la obra y la omisión.
¡Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa!
Porque me acechan pensamientos antidemocráticos, serias dudas de fe en la democracia, cuando compruebo las propiedades que el dinero ha, hubo y habrá, en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Porque se me escapan palabras antidemocráticas cuando hablo de toda esa gente peor que nosotros. ¡Me refiero a esos antidemócratas del infierno!
Porque impongo mis opiniones a mis subordinados con la arbitrariedad y la impunidad del más denostable de los dictadores, argumentando – y creyéndomelo – que es lo mejor para todos.
Y, lo más importante, por lo mucho que no hago para implementar o reflotar la democracia en este valle de codicias.
¡Quién pudiera expulsar a los mercaderes del templo, armado solo con el látigo de la democrática indignación! ¡Quien pudiera prometer un paraíso no fiscal!
Por eso ruego al gobierno mundial, casi virgen, a los pensadores alados de Porto Alegre, a los políticos no corruptos y a vostros, demócratas globales, que intercedáis por mi ante... ante... lo ante posible.