La zorra y la monja.

Un amigo mío me contó una fábula titulada “La zorra y la monja”. Me dijo que era de un tal “Esposo”, si no le oí mal. Yo ya había escuchado alguna historia parecida, pero así contada por mi amigo, me pareció original, como deconstruida. Dice así:
En una ciudad cualquiera, un señor con gafas, dos pares de gafas, tenía dos mujeres: la zorra Zoila para los días laborables y la monja María para los festivos y fines de semana. A Zoila la trataba como si fuera una monja; y se complacía en vejar a María llamándola vulgar-ramera, todo junto, mientras ella enloquecía de amor. La zorra Zoila era la mujer para el hogar, que aprendió a recibirle cada noche diciendo: “He aquí la esclava del señor”; mientras que la monja María era una burla donjuanesca, una víctima propiciatoria de la más lasciva trasgresión. También puede que fuera al contrario.
Un día, mientras se estaba cambiando de gafas, se le apareció un genio y le concedió tres deseos. Siempre conceden tres. “Quiero unas gafas que me sirvan para todo y una mujer que colme todos mis deseos”, pidió el señor con gafas, reservándose el tercer deseo por si algo salía mal. El genio traspasó todas las cualidades de la zorra a la monja o de la monja a la zorra, que tanto da, y esta se presentó ante su amado amo, toda renovada y con un par de gafas de última generación.
Entonces el señor miró a su pobre Zoila María o Maria Zoila, que se había quedado sin cualidades, acaso embellecida por el desamparo y, tomándola entre sus brazos, le juró amor eterno.
El señor con gafas, ya solo un par, utilizó el tercer deseo para impedir que esta fábula tuviera final.

Mi seis mil millonésima

El Big Bang se produjo hace seis billones de días. Exactamente no lo sé, pero por ahí le anda. Una vez más me disculpo ante los eruditos. Seis billones. Cada día que me despierto en medio del tiempo cósmico, que no cesa su expansión, aunque no se sepa muy bien si va o viene, me digo: “¡Vamos, chaval, que tienes otra seis billonésima de oportunidad para cambiar las cosas de una vez, para darle de una vez la vuelta a la tortilla!”. Pero siempre me aplasta la tortilla y me hace tortilla. Tiene muchos huevos la tortilla.
Me ciño a lo estrictamente planetario y me desentiendo irresponsablemente del sufrimiento atroz de los extraterrestres, probable e ignoto. Restrinjo la visión de futuro a unas cuantas generaciones, limito la tan manida globalidad a los intereses de la raza humana, desentendiéndome irresponsablemente del resto diversísimo de los seres vivos y del impredecible resto de los tiempos y de los espacios terrícolas. La seis billonésima se ha transformado en seis mil millonésima. Ya sé que a los americanos les da lo mismo. Pero yo, que cuento de otra manera, tampoco he cambiado, yo sigo siendo tortilla, un microbio tortillero y culpable con una seis mil millonésima de culpa, pesada como un yunque.

La potra de Colón

Otro ejemplo podría ser la potra de Colón. El protagonista de uno de los mayores hallazgos de todos los tiempos empleó todas sus energías, corrió impensables riesgos asumió insoportables sacrificios por una idea falsa, por un deseo equivocado.
Aunque murió creyendo haber triunfado, en rigor, había fracasado completamente: ni se podía llegar a Las Indias navegando en esa dirección ni las tierras a las que arribó eran Las Indias ni las dimensiones del mundo eran las que él pensaba ni nada de nada. Fue pura potra dar con La Española y luego con todo lo de detrás. Pura potra. Cinco siglos después de cagarla completamente y de morir perseverando en el error, el huevón ocupa uno de los primeros puestos en el ranking de la posteridad. Las generaciones venideras seguirán aclamando por valeroso, magnánimo y visionario a quien no fue más que un vividor cabezota con una flor en el culo. Eso suponiendo que fuera Colón el descubridor de América, que también hay quien disiente.
Bien mirado, todos nos pasamos la vida persiguiendo ideas falsas y deseos equivocados.
Aunque soy un pobre diablo, se despierta el día y echo a andar.
Como fuego abrasador, siempre quise ser el que no soy. Víctor Manuel.
En cuanto a la tozudez, es un rasgo del carácter, y en lo que atañe a los humanos afanes, tanto da la perseverancia como el mariposeo de falacia en falacia. El final es el mismo. Los méritos y las miserias, los talentos y las medianías de cada colón transcurren y desaparecen en el más estricto anonimato, vamos, como estelas en la mar. El éxito y el reconocimiento vienen siempre de la mano de la caprichosa fortuna y escriben una historia de hitos, de héroes y de creencias cercana a la leyenda a la superstición, al cuento. Me aterra colarme y granjearme el desprecio de los eruditos con mis osadas, emotivas reflexiones. En fin, si no cuelan, que me llamen Colón.

Neuchâtel mismo

Amable lector habitante de Neuchâtel:
Hay un Neuchâtel longitudinal, moderno y urbano y otro Neuchâtel rural en la ciudad, anclado en el tiempo. Uno, de calzadas, semáforos, coches aparcados y autobuses amarillos; el otro, de escaleras, de pasadizos casi secretos, de rincones impensables.
A menudo me detengo a observar este último, el de los vericuetos, el de las sorpresas vegetales, el de los gatitos espías, y contemplo sus casas y casonas de caprichosa geometría, tejados y chimeneas, muros, aleros y ventanas, desafiando a la roca madre que a veces bosteza poderosa entre los tapiales. ¡De cuántas y variopintas maneras resuelve el esmero del lugareño o la eclosión de una naturaleza generosa los rincones que no robó la edificación a la empinada ladera!
Mientras aceras, calzadas y raíles permiten paralelamente el provinciano ajetreo de las gentes y sus afanes, la estridencia de los motores, las embestidas veloces y retadoras de los trenes, las escaleras permanecen solitarias, perpendiculares, silenciosas en su vértigo de peldaños como si fueran miradas de la montaña.
Así que, cuando tengas un rato de calma no te vayas de Neuchâtel, porque en Neuchâtel, solo con girar unos noventa grados la mirada y reducir el paso lo suficiente para cambiar la prisa por la contemplación, te sentirás de pronto viajero en algún lugar remoto donde cada rincón evoca, esconde algún fascinante descubrimiento. Por un momento te parecerá hermosa la soledad y ante tus ojos atónitos se abrirá un camino incitante, quizás sin fin. Es verdad que esto puede pasarte en muchos sitios: En Neuchâtel mismo.

Intentarlo

50. Acojonante. Un día vas y llegas. Los tienes. Medio siglo. Cincuentón. Ya nadie –ni tú mismo- te verá como cuarentón ni treintañero. De veinteañero ni hablamos. ¡Qué cosa las décadas! El colombiano Gabo, ya casi octogenario, habla de ellas en su última novela. Dice que en la de los cincuenta se toma conciencia de que casi todo el mundo es menor que uno, que la de los sesenta es la más intensa por la sospecha de que ya no queda tiempo para equivocarse, y que la de los setenta es temible por una cierta posibilidad de que sea la última. Yo no dudo de su palabra. Ya se irá viendo.
Hay que seguir caminando, ¡qué remedio! Decía Benedetti que contra el optimismo no hay vacunas. Seguramente la vida no tiene sentido, la religión es un engañabobos, la filosofía ha muerto, la historia ha terminado, el planeta agoniza, los problemas no tienen solución: la guerra, el dolor, el hambre, la miseria, la muerte de inocentes... Si otro mundo es posible (ya que no es imposible, como afirmaba Saramago), desde luego, no es viable.
Sin embargo, hay que intentarlo, no es cachondeo. El campeón mundial de mus, que yo sepa el único que ha habido, un segoviano que duerme ya el sueño de los justos, era un espectáculo verle jugar, en uno de sus frecuentes y filosóficos chascarrillos, ante la admiración de su caterva de mirones (de los que se callan y dan tabaco), decía a sus rivales: “Jugad con interés. Ganarme es imposible, pero no intentarlo”.
Confieso que, a mi provecta edad, aún no he encontrado mi vocación, pero siento la remota llamada para seguirlo intentando. Por tres razones, tres. Por una trinidad metafísica de razones: primera, porque así mientras; segunda, porque por si acaso, y tercera, porque si no, ¿qué?