Errancias de funcionario

Digo yo que, con perdón de los eruditos, la palabra “errancia” falta en el diccionario, porque si para errar (equivocarse) tenemos los sustantivos error, yerro, y el más específico errata, para errar (ir sin rumbo) no tenemos más que el adjetivo errante, que es muy bonito, pero sustantivo falta. Cuando se divaga, es decir, cuando se yerra con el pensamiento, se comete una divagación, perro cada vez que se va de acá para allá, sin otro propósito que el de recorrer algún camino, que el de dejarse sorprender por la vida, esa dama caprichosa, entonces lo que se comete es una errancia. Lo que dure, dura. Borges se quedó con ganas de más errancias. En su poema último confiesa que se arrepiente de haber usado demasiado el termómetro y el paracaídas. A mí que no me pase. Yo, aunque funcionario, estigma no pequeño, quisiera ser el funcionario errante. Ya sé que la expresión “funcionario errante” puede parecer contradictoria u obvia, según se mire, pero ya estoy acostumbrado a que me definan administrativamente con expresiones tan contradictorias (u obvias) como “propietario provisional” o “residente en el exterior”. Funcionario errante, eso es. El funcionario errante no quiere volver a olvidar esas bellísimas (y obvias) contradicciones de la adolescencia con que le han obsequiado sus hijos en su última visita. No pararía nunca de errar con ellos, porque ellos son capaces de beberse el mundo con los ojos, de comerse la felicidad de cada momento hasta que se les deshace en los labios, de reírse hasta perder el control, cantar hasta que se les quiebra la voz y desear hasta el aturdimiento, porque correrían hasta el límite de sus fuerzas para ver qué se esconde detrás del horizonte.
Cuando los hijos se le volaron, el funcionario errante sintió como si se le agigantara el pasado y forzó su lesa memoria para intentar mantener en los ojos y los labios, en la risa y el deseo, en los cantos y las errancias, el empuje de una resucitada adolescencia.

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