Igualdad de género

Mi esposa se desenamoró de mí y me dejó por otro. Me dijo que yo nunca fui ni un buen marido ni un buen padre y que ya estaba harta de aguantarme. Tuve que marcharme de nuestra casa donde ella vive ahora con nuestros hijos y con el otro. Por lo que cuentan los niños cuando ella me permite verlos, me da la impresión de los que cuatro son bastante felices.
Yo vivo solo. Me paso el día limpiando mi casa, planchando, atacando la nevera, sentado frente al televisor o llorando debajo de la ducha. Creo que en el fondo todavía espero que ella me llame un día y me diga: “Cálmate, nene, vuelve a casa, todo va a ir bien”.
He congeniado con el vecino de arriba. Es un chico de mi edad que también vive solo. Tiene una sonrisa preciosa, los ojos pardos tirando a verdes, llenos de luz; el pelo más bien largo, fino y abundante, castaño claro con algunos reflejos blancos. Es un encanto. Casi todas las noches terminamos cocinando algo juntos en casa del uno o del otro. Nos abrimos una botellita de vino y nos ponemos a charlar y a reírnos de todo. Con la segunda copa nos da por contarnos lo que hacíamos en la intimidad con nuestras esposas. Él es muy atrevido y audaz: me da todos los detalles, pero todos, todos. Yo me sonrojo con sólo escucharle. Tengo que espabilarme un poco. Algunas veces nos da por sentirnos muy desgraciados y ponernos a llorar y a consolarnos mutuamente. Otras, decidimos empezar una dieta juntos o nos ponemos a bailar como locos delante del espejo o nos probamos el uno la ropa del otro y nos prestamos algunas prendas o conjuntos. ¡Estamos tan unidos!
Es una suerte tener un amigo que nos ayude a sobrellevar la tiranía y la arbitrariedad con que la vida se complace en castigarnos. No puedo entender por qué las mujeres que se quedan solas y abandonadas no hacen como nosotros en vez de irse de putos.

El dolor ajeno

Tiempo hubo en que se podía decir “me duele este niño hambriento”. Ahora somos menos sentimentales, más globales y racionales. El objetivo del milenio es reducir el hambre en el mundo en un 50% para 2015. La grandiosa espina no tiene carne donde clavarse. Se tiene que clavar en un plazo, en una estadística y, claro, no agarra bien. Esta actualidad desbordante de dolor nos alela, nos aturde, nos inhibe. ¿Qué puede hacer mamá (o papá) con cuatro mil millones de afligidos (y no son todos) mientras su bebé llora por los gasecitos? La conmiseración empuja a la acción, pero la estadística nos deja con un vago sentimiento de culpa y de impotencia del que terminamos por desentendernos. Nadie, por mucho que viva, por mucho empeño que ponga, tiene más de medio segundo, tic, para dedicarle a cada víctima inocente de la guerra, del hambre, de la enfermedad, de la pobreza, etc. En la concepción global de la existencia a que nos condenan estos tiempos de sobredosis de actualidad, la vida y la muerte resultan incomprensibles, ¡resultan monstruosas!: La muerte, ese rito, se convierte en una catarata de cadáveres desconocidos precipitándose hacia la nada con mayor o menor caudal, según los días. El nacimiento, ese milagro, en un manantial de partos, en una estridencia de llantos de bebé, estremecidos. Tanto ha cambiado el cuento que hoy es el bosque el que no nos deja ver los árboles. El dolor global nos ciega ante el doliente de aquí al lado. El pasado puente, 69 personas se dejaron la vida en las carreteras españolas. ¡Qué horror! Un 6,9% menos que el mismo puente del año pasado. Ah, pues, mira, mejor. ¿Y qué ha hecho el Madrid?

Tirar de la lengua

Eso que piensas y que nunca dices por temor a que no sea lo que piensan todos o porque para hablar de eso ya están los intelectuales o porque no tiene importancia, eso, precisamente, es lo que todos necesitamos escuchar. Permíteme que te tire de la lengua con estas reflexiones:
La opinión de todos no es una sola opinión. La opinión de todos es el conjunto de las opiniones de cada uno; es decir, también de la tuya. La opinión de todos necesita de la tuya para ser verdadera, para no ser la opinión de unos cuantos manipuladores.
No existe ninguna opinión, por disparatada que pueda parecernos, que no coincida con la de algún intelectual. Los intelectuales, si es que existen, si en algo pueden distinguirse de nosotros, es en la variedad de grises que son capaces de ver donde nosotros no vemos más que blanco o negro. Preguntar, preguntan mucho y bien, ayudan a pensar, yo no les quito mérito; pero no hace falta ser un intelectual para saber que ellos tampoco tienen las repuestas: la vida y sus antes, la muerte y sus después, el amor y sus durante, la felicidad y sus mientras tanto. Vamos, que ignoran lo fundamental, exactamente igual que cualquiera, ni más ni menos, es decir, completamente, absolutamente. Así las cosas, ¿qué miedo podemos tener a expresar nuestra opinión, a obrar de acuerdo con nuestra opinión?
Tendemos a no darnos importancia. El esclavo nunca la tuvo y hace cuatro días que somos ciudadanos. Poco tiempo para vencer la inercia de la historia. La semántica confirma esta tendencia: “darse importancia” significa darse demasiada importancia. Un primer paso hacia la felicidad individual sería admitir que nuestra opinión es importante para nosotros mismos. Muchas veces ni siquiera eso tan evidente somos capaces de concedernos. Pero quiero dar un paso más: yo proclamo que la sociedad necesita individuos que se den importancia, que tengan en muy alta estima su propia opinión y sus propios sentimientos, individuos valientes que no teman a los fantasmas ni a las fantasmadas de quienes se consideran la élite intelectual. ¿Qué élite? El libre pensamiento, razón última del intelectualismo, es patrimonio universal.
Mi vida es interesante, pero, si no te la cuento, ¿de qué te sirve a ti? Por eso te la cuento, para sentirme útil y para que tú aprendas de mí. Tu vida es interesante, no lo dudes, cuéntala, quiero aprender de ti. Déjate tirar de la lengua.

Mientras

La felicidad es un viaje de placer hacia los propios sueños. Unos sueños indisciplinados que entran y salen de su retén de sueños; eso da igual, mientras quede alguno de guardia. Un viaje fragmentado, caótico, hacia una meta volante; eso da igual, mientras parezca coherente. Un viaje azaroso, circunstancial, inexplicable; eso da igual, mientras el viajero permanezca bien orientado. Un viaje incentivado por el éxito o por el fracaso; eso da igual, mientras ambos sirvan para crecer. Un viaje intransferible por naturaleza, una aventura en solitario; eso da igual, mientras al viajero no le falten algunos espectadores interesados.
Así veo yo la felicidad que viene, la de este siglo. Antes se concebía más como un estado que como un viaje. El viaje era en todo caso un medio para conseguir el estado. Ahora no. Ahora lo importante es el viaje. Antes le dábamos mucha importancia a los principios y nos engañábamos con lo causal: unos buenos principios para unos buenos fines. Ahora nos desborda lo casual y la realidad se ha convertido en un mientras permanente y frenético. La identidad, vapuleada por el cambio acelerado de todos sus referentes, se aferra a lo inmediato, a lo abarcable. El buque navega a la deriva. Mientras, nosotros estamos dentro afanados en nuestras mezquinas urgencias. La vida es mientras.
Veamos tres ejemplos. La muerte no perdona. Mientras, me apetece un pincho de tortilla. El Universo nos desvela sus misterios. Mientras, yo me meo: que se espere un poco el Universo. Las multinacionales nos engullen (algunos demócratas tenemos el privilegio de elegir la salsa). Mientras, yo espero (SOS) tu SMS. Y así podríamos seguir dándole pinceladas de inmediatez a la trascendencia. Ni la poderosa dama pudo evitar la juerga de anoche. El sol terminará por apagarse. Mientras, cuida de que no queme tu delicada piel. Se calienta el Globo, se queja la Madre Tierra. Algo habrá que hacer. No sabemos muy bien qué. Mientras, hay días que me duele mucho este cuerpo mío, y otros que no tanto. La guerra y el hambre golpean por doquier a nuestros iguales. Mientras, ayer me regalaste por fin una sonrisa y yo sentí que se me abría el pecho.
Menos mal que las instituciones nos llevan con paso lento, pero firme, por la senda de la verdad. Mientras, un cura piensa que Dios no existe, un médico se burla de su paciente, a un militar se le saltan las lágrimas con el culebrón, un maestro da cabezadas y los niños tiran avioncitos, un policía pone la sirena sólo por joder o una puta regala al más necesitado un dulce beso de amor.

Mi lengua

Para referirnos a la lengua materna decimos “mi lengua”. Decimos, por ejemplo, “hablo francés, pero mi lengua es el español”. Aunque no lo hablemos bien del todo, seguimos diciendo: “Mi lengua, la tengo un poco olvidada”. Me parece importante enfatizar sobre ese sentimiento de pertenencia. Mi lengua es mi madre. Mi lengua soy yo. Mi forma de ser y de pensar se construyó y se construye en amorosa simbiosis con mi lengua. Hay palabras de mi lengua, con una carga emocional intensa y remota, arraigadas en lo más profundo de mi alma, (modernamente, en lo más recóndito de mi cerebro): “mamá, bien, mal”. Ellas son mucho más de lo que significan, mucho más que su traducción a cualquier otra lengua; “padre, hermano, diosmío” (es evidente que “diosmío” es una sola palabra). Ellas son células de nuestro organismo, llamadas de nuestros antepasados. Son palabras mágicas.
El milagro es que mi lengua es también tu lengua, que sus palabras acarician tu alma (modernamente, estimulan tus neuronas) de la misma misteriosa manera que acarician la mía. Incluso esas palabras como justicia, libertad, amor, que ni tú ni yo sabemos muy bien lo que significan, nos unen, nos hermanan de manera sorprendente. Mi lengua es tu lengua, amigo de mi infancia, vecino de mi aldea, compañero de destierro, y también la tuya, que vives en un país que yo nunca visité, que pueblas una tierra que jamás pisarán mis pies, que tienes la piel cobriza o negra, que aprendiste a bailar salsa o cumbia antes que a andar, que saboreas manjares de los que yo ignoro hasta el nombre. A diez mil kilómetros de mi casa, alguien está cantando una canción en español (¿tango, corrido, fandango, habanera…?), está pronunciando las palabras mágicas que yo tan bien comprendo, que tanto me emocionan. Muchas cosas que fueron ya no son y fueron buenas. Otras nunca fueron como las aprendimos. Hay heridas antiguas que no curaron bien, heridas nuevas que sangran todavía. Pero yo, que no soy culpable, te digo a ti, que tampoco eres culpable, mira este sencillo milagro: a mí me queda tu lengua, la de “amigo” la de “paz”. La de “futuro”, y a ti te queda mi lengua.

Máquinas

Algunas veces estoy en la terraza y se me escapa el tiempo a darse un baño en el lago. Después me encierro en la realidad poliédrica de mi apartamento y me doy cuenta de que estoy rodeado de máquinas prodigiosas. Casi siempre hacen lo que yo espero de ellas y esa conducta, ya se sabe, es un excelente caldo de cultivo para el agradecimiento y hasta para el cariño. Gracias a ellas tengo la ropa limpia y perfumada, la vajilla brillante, la comida preparada, la información puntual, los seres queridos a tiro de tecla, el agua tibia sobre mi piel, la música de Mozart... En fin, mil mundos en mi mundo y el mundo entero ante mis ojos. ¡Ay, qué sería de mí sin mis máquinas! Ni afeitarme podría sin cortarme la cara. Las tengo en todas las estancias de mi casa: en el dormitorio y en el despacho, en el salón y en el comedor, en la cocina y en el baño. Las uso en el portal y en el garaje, en la oficina y en el club y por doquiera que voy me encuentro con su inagotable y servil geometría. Ellas me suben y me bajan, me llevan y me traen, me duermen y me despiertan, me alegran y me entristecen. Ellas ponen palabras en mis oídos, imágenes ante mis ojos; ellas atrapan y difunden mi espectro y mi voz. Unas son sencillas, cercanas y comprensibles, otras sofisticadas, sorprendentes y seductoras. A muchas doy cobijo bajo mi techo. Un hombre de mi posición puede mantener fácilmente a una docena larga de máquinas y aprovecharse de ellas a su antojo sin quebrantar la ley. ¿Será siempre así? Cuando transito por la casa maquinalmente, descubro a alguna de ellas funcionando humanamente por distracción. Es inquietante lo que pueda pasar en el futuro. Ya hay personas que trabajan como parte de una máquina y máquinas que trabajan como parte de una persona. En lo que a mí respecta, no estoy dispuesto a consentir que reine la confusión. En mi casa mando yo. Y pienso prosperar. De momento estoy ahorrando para poder comprarme en el año 2173 (todavía seré joven) un mayordomo androide, una bola de la felicidad y, por supuesto, un orgasmatrón.

Lengua chupadora

La lengua humana es una poderosa herramienta de comunicación. En la intimidad, las funciones lingüísticas de la lengua, que ya se perciben como ilimitadas, se ven reforzadas hasta el infinito por la función chupadora, capaz de suscitar en el receptor sutiles matices y también carnales evidencias con las que no podría competir el mejor de los poemas.
Comparte el ser humano la función chupadora con buena parte del reino animal y sin embargo, el cerebro privilegiado de esta rarísima especie que somos la dota de un mágico poder de transmisión de sentimientos y emociones. La lengua enamorada se convierte en poesía cuando habla y en música, esa música del tacto, cuando chupa. Esa música del tacto que, como la música del oído, como el suspiro o el beso de los dioses, no necesita pasar por el filtro racional para poner en acción a nuestras neuronas guerrilleras, que nos emboscan, nos asaltan, nos hieren y luego se camuflan y desaparecen dejándonos caer desde las artes del amor hasta la aritmética del voto o la física de la pistola.Se acerca la primavera, hermanas y hermanos en la lengua, y chupar está chupado: no hay más que ponerse. Quitémonos la ropa del miedo, quitémonos el pijama del tedio y no dejemos que se nos escape abril sin decirnos algo bello en ese lenguaje universal y cálido y húmedo que también habla nuestra lengua

La memoria

Una vez, abrí mi teléfono móvil (a mí me gustan de los que se abren) y me sorprendió un mensaje que decía: “memoria casi llena”. No me cabe duda, el mensaje se refería a mí, quiero decir a ella, a mi memoria. Entonces me puse a investigar sobre la memoria, adquirí nuevos conocimientos y puse en marcha algunos trucos para recuperarla. Con gusto los compartiría con mis amables lectores, pero no los recuerdo. Desde aquel fatal aviso, mi memoria me sigue acompañando, pero ya no me ama. Cada día se me pone más rellena y más desganada. Yo trato de reanimarla pidiéndole listas: la de la compra, la de las cosas que no puedo dejar de hacer esta semana, la de las mujeres que me atraen, la de las bellas ciudades que conozco. Pero ella no reacciona. He llegado a pensar que me está haciendo la revolución de Mayo 68. Esa que pretendía poner a la misma altura que lo racional, la imaginación y los sentimientos y que jamás se ha puesto políticamente en práctica.
Voy a explicarme un poco. El día que le pedí la lista de las bellas ciudades, me contestó con unos cuantos nombres, pero no siguió un orden racional, por ejemplo, por continentes o de norte a sur. Tampoco me ofreció las más hermosas fotos ni los más importantes monumentos o museos ni las oportunas referencias geográficas o históricas. No. Me contestó cosas como estas:
En Ámsterdam, me miraste desde el escaparate. En Atenas me dejaste en el Partenón hecho una ruina. En al plaza de Rius y Taulet de Barcelona me regalaste tu medallita de la Moreneta. En Budapest, nos reíamos viendo al payaso de Macdonals desde el Danubio. ¡Qué borrachos acabamos en la fiesta del vino de Burdeos! En Fez compramos esa alfombra tan cara que no nos gusta. En Florencia pensamos casarnos en el Palacio Vecchio. En Estambul aprendimos, no sin esfuerzo, a decir “no” a los vendedores con el tono justo para que no insistieran. En Marrakech nos dio un buen susto aquel encantador de serpientes. En nuestro apartamento de París en el barrio Latino algunos días encendíamos la chimenea. En Sevilla, el calor te hizo perder el conocimiento en una taberna, cerca de la Maestranza. En Venecia no paraba de besarte. En Viena conseguimos entradas, ¡qué suerte!, para aquel concierto de Mozart.
¿Qué os parece este enfoque que le da mi memoria a lo que es importante y lo que no? Yo no puedo hacer nada. Se me ha vuelto hippy o pasota o contracultural, que en el origen revolucionario todo es lo mismo. Tendré que ponerme de su parte y revisar mis valores, porque, si no, no me va a dejar acordarme de nada. A lo mejor resulta que así soy más feliz.

Ideal

La mejor verdad aún no está escrita ni la más bella frase ni el más claro pensamiento ni la más intensa emoción. Flotan en el cosmos, son admirables, son etéreos. Están esperando que algún genio los conciba, los dé forma, los convierta en palabra, en imagen, en melodía. Punzan sin tregua los cerebros de artistas, de pensadores, de poetas, de todos.
Hay loables aproximaciones por centenares de millares. Cada una de ellas justifica una vida, llena una vida. Yo busco la mía. Nunca la he de encontrar. Nunca dejare (sin tilde) de buscarla. Doy testimonio escrito de mis rastreos. Bebo en los testimonios de insignes rastreadores: vidas enteras, largas, laboriosas, de intensa y sabia búsqueda, condensadas en páginas de oro, en colores, en formas y sonidos prodigiosos. Me comunico con la realidad misma portadora del elixir que anhelo, con la naturaleza callada y sabia, con las costumbres y sus cambios en el espacio y en el tiempo, con la superstición y la arbitrariedad del espíritu humano que mueve algunos (no muchos) hilos de su propio destino y los dispone en forma de pirámide que apunta al cielo, que aplasta la tierra. (Esa esfera que el hombre hace pirámide).
Nada hallo. Me falta tiempo. Me faltan medios. Me falta voluntad. Me sobran necesidades. Me sobran años de vivencia embrutecedora, años de esclavitud que crecen como mi deseo de la mejor verdad, del a más bella frase, del más claro pensamiento, de la mas intensa emoción.