El dolor ajeno

Tiempo hubo en que se podía decir “me duele este niño hambriento”. Ahora somos menos sentimentales, más globales y racionales. El objetivo del milenio es reducir el hambre en el mundo en un 50% para 2015. La grandiosa espina no tiene carne donde clavarse. Se tiene que clavar en un plazo, en una estadística y, claro, no agarra bien. Esta actualidad desbordante de dolor nos alela, nos aturde, nos inhibe. ¿Qué puede hacer mamá (o papá) con cuatro mil millones de afligidos (y no son todos) mientras su bebé llora por los gasecitos? La conmiseración empuja a la acción, pero la estadística nos deja con un vago sentimiento de culpa y de impotencia del que terminamos por desentendernos. Nadie, por mucho que viva, por mucho empeño que ponga, tiene más de medio segundo, tic, para dedicarle a cada víctima inocente de la guerra, del hambre, de la enfermedad, de la pobreza, etc. En la concepción global de la existencia a que nos condenan estos tiempos de sobredosis de actualidad, la vida y la muerte resultan incomprensibles, ¡resultan monstruosas!: La muerte, ese rito, se convierte en una catarata de cadáveres desconocidos precipitándose hacia la nada con mayor o menor caudal, según los días. El nacimiento, ese milagro, en un manantial de partos, en una estridencia de llantos de bebé, estremecidos. Tanto ha cambiado el cuento que hoy es el bosque el que no nos deja ver los árboles. El dolor global nos ciega ante el doliente de aquí al lado. El pasado puente, 69 personas se dejaron la vida en las carreteras españolas. ¡Qué horror! Un 6,9% menos que el mismo puente del año pasado. Ah, pues, mira, mejor. ¿Y qué ha hecho el Madrid?

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