Culpa poética

La mosca nació en la ciudad. ¿Qué culpa tiene una mosca de haber nacido en la ciudad? La mosca murió antes de tiempo sin haber terminado de cumplir con su noble destino poético que, como sabemos, es el de evocar todas las cosas. Un encantador niñito rubio de siete años le arrancó las alas y la arrojó a un humeante café solo con sacarina que algún camarero hubo de cambiar después. El angelito vestido de franciscano (él hubiera preferido de marinero) observaba con morbosa complacencia la agonía del pobre bicho que se ahogaba, que se abrasaba en la infusión. ¿Qué culpa tuvo el niñito de aburrirse en el comedor. No tenía a mano ningún libro de Dickens ni su videoconsola de bolsillo, la de cuidar perritos o matar personas. ¿Dónde hay que ir a buscar, pues, la causa de esta barbarie, la esencia de toda barbarie? ¿Cómo podríamos evitar el sufrimiento atroz de algunas moscas? Aquí no sirve el control lúdico de natalidad (“O con condón o yo pongo stop”). Las moscas seguirán naciendo en las ciudades burlándose de la inteligencia de los urbanistas y no dejarán de molestar al homo sapiens sapiens con su pegajosa y reticular visión de la existencia. Una mutación mucho más profunda y sutil ha de operarse en los corazones inteligentes. Entiéndase el simbolismo de cuanto queda dicho antes de mirar a la rosa, que también agoniza en su búcaro. Sin estertores ni pataleos, ella marchita en silencio para ti. Quizás te mira serenamente desde su cruz de agua. ¿Quién tiene más derecho a la vida: la mosca o la rosa, la ética o la poética? El Universo conoce diversos grados de vida inteligente, también (o sobre todo) en la especie humana.

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