Pregúntale al lago

La montaña y el lago se guiñan el ojo del tiempo. La ciudad, como una serpiente de carne y piedra, retoza o duerme entre el lago y la montaña. Cien siglos de civilización con sus mezquinos afanes no llegan a rasguño en la piel del lago, a rozadura en el pie de la montaña. Pero los corazones de Neuchâtel, por poco que reparen en ello, pueblan con su reflejo el lago y su cielo, el cielo y su lago, inseparables. Y las mujeres de Neuchâtel son hermosas, porque ungen su piel con la sonrisa del lago, porque guardan en sus ojos la luz profunda del lago.
El lago jamás se oculta. Está siempre distinto. Hoy, como nunca. Tiene una imagen para cada mirada. Los Alpes son un sueño difuso y lejano. Ni siquiera las cuatro estructuras de acero y focos, que se yerguen insolentes sobre el estadio como cuatro monumentales matamoscas, alteran la benéfica presencia del lago, inmediata y remota como un temblor.
Yo aprendo mucho mirando al lago. Aprendo, por ejemplo, que el pensamiento es débil, que no hay propósito en la evolución, que el tiempo no es, que la muerte siempre es ajena, que el arte no salva al artista, que la vida está hecha de momentos, que nadie nos puede ayudar, que convendría contemplar más atardeceres, que el amor es jugar al ping pong, hacer una tarta de chocolate, repasar los países y capitales del mundo. Tú a lo mejor aprendes otras cosas, cada quien es cada cual; no digo datos, no: verdades, emociones, certezas íntimas.
Dicen que todo está en internet, y será verdad, pero yo te digo que todo está en el lago. Encontrarlo depende de la manera de navegar. Hazme caso, detente, despójate de la prisa y pregúntale al lago. Contémplalo. Está ahí temblando desde siempre para ti.

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