Camino

No es el camino que se hace al andar ni el caminito que el tiempo ha borrado. Camino es título del libro de máximas que escribiera el fundador del Opus. Fue mi libro de cabecera de los 14 a los 16 años. Alternaba su lectura con la masturbación culpable. Luego me fui quitando del vicio de su lectura y más tarde del de la culpabilidad. A partir de ahora, Camino también es el nombre de una hermosa niña de once años, toda cabello y ojos, toda entusiasmo y mimo y sonrisa, que fue aplastada como por una losa por dos enfermedades en perfecto paralelismo: el cáncer y el Opus.
La película, sin alejarse un ápice de lo testimonial, se convierte en enérgica condena de una cotidiana y solapada tortura. Camino es la víctima inocente, la virgen simbólica sacrificada a la tiranía de unos dioses caducos y anacrónicos. Camino es un grito sordo contra la sórdida opresión milenaria, un grito sordo que llena con su verdad angustiosa, una a una, todas las catedrales.
Esta vez la cámara, como la del más intrépido de los reporteros, ha sabido colocarse en un Guantánamo de muros invisibles y proyectar ante el gran público, para que juzgue cada cual, ni más ni menos que la verdad.

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