Neuchâtel mismo

Amable lector habitante de Neuchâtel:
Hay un Neuchâtel longitudinal, moderno y urbano y otro Neuchâtel rural en la ciudad, anclado en el tiempo. Uno, de calzadas, semáforos, coches aparcados y autobuses amarillos; el otro, de escaleras, de pasadizos casi secretos, de rincones impensables.
A menudo me detengo a observar este último, el de los vericuetos, el de las sorpresas vegetales, el de los gatitos espías, y contemplo sus casas y casonas de caprichosa geometría, tejados y chimeneas, muros, aleros y ventanas, desafiando a la roca madre que a veces bosteza poderosa entre los tapiales. ¡De cuántas y variopintas maneras resuelve el esmero del lugareño o la eclosión de una naturaleza generosa los rincones que no robó la edificación a la empinada ladera!
Mientras aceras, calzadas y raíles permiten paralelamente el provinciano ajetreo de las gentes y sus afanes, la estridencia de los motores, las embestidas veloces y retadoras de los trenes, las escaleras permanecen solitarias, perpendiculares, silenciosas en su vértigo de peldaños como si fueran miradas de la montaña.
Así que, cuando tengas un rato de calma no te vayas de Neuchâtel, porque en Neuchâtel, solo con girar unos noventa grados la mirada y reducir el paso lo suficiente para cambiar la prisa por la contemplación, te sentirás de pronto viajero en algún lugar remoto donde cada rincón evoca, esconde algún fascinante descubrimiento. Por un momento te parecerá hermosa la soledad y ante tus ojos atónitos se abrirá un camino incitante, quizás sin fin. Es verdad que esto puede pasarte en muchos sitios: En Neuchâtel mismo.

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