Intentarlo

50. Acojonante. Un día vas y llegas. Los tienes. Medio siglo. Cincuentón. Ya nadie –ni tú mismo- te verá como cuarentón ni treintañero. De veinteañero ni hablamos. ¡Qué cosa las décadas! El colombiano Gabo, ya casi octogenario, habla de ellas en su última novela. Dice que en la de los cincuenta se toma conciencia de que casi todo el mundo es menor que uno, que la de los sesenta es la más intensa por la sospecha de que ya no queda tiempo para equivocarse, y que la de los setenta es temible por una cierta posibilidad de que sea la última. Yo no dudo de su palabra. Ya se irá viendo.
Hay que seguir caminando, ¡qué remedio! Decía Benedetti que contra el optimismo no hay vacunas. Seguramente la vida no tiene sentido, la religión es un engañabobos, la filosofía ha muerto, la historia ha terminado, el planeta agoniza, los problemas no tienen solución: la guerra, el dolor, el hambre, la miseria, la muerte de inocentes... Si otro mundo es posible (ya que no es imposible, como afirmaba Saramago), desde luego, no es viable.
Sin embargo, hay que intentarlo, no es cachondeo. El campeón mundial de mus, que yo sepa el único que ha habido, un segoviano que duerme ya el sueño de los justos, era un espectáculo verle jugar, en uno de sus frecuentes y filosóficos chascarrillos, ante la admiración de su caterva de mirones (de los que se callan y dan tabaco), decía a sus rivales: “Jugad con interés. Ganarme es imposible, pero no intentarlo”.
Confieso que, a mi provecta edad, aún no he encontrado mi vocación, pero siento la remota llamada para seguirlo intentando. Por tres razones, tres. Por una trinidad metafísica de razones: primera, porque así mientras; segunda, porque por si acaso, y tercera, porque si no, ¿qué?

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