Vivir, che

Silvio cantaba a los muertos de su felicidad. Nunca está de más el agradecimiento. Cuatro horas y media de Che y, fíjate, no acabo de encontrarle a la guerrilla más que un sentido, digamos, circunstancial. Espíritu revolucionario, ética revolucionaria, necesidad indispensable de lucha armada. No sé, no sé. A otros les ha dado por la resistencia pacífica o por morir y resucitar a los tres días. Cuando alguien se aferra con valentía a sus convicciones, hasta el punto de ser capaz de los máximos sacrificios, de los mayores riesgos, de asumir la peor muerte por ellas, no sé, dan como ganas de escucharle a ver que dice y hasta de darle la razón aunque no la lleve. Si encima nos enteramos de que su causa es altruista y magnánima, con lo mezquinos y egoístas que suelen ser nuestros cotidianos afanes, caramba, uno se dice que mejor que idolatrar al cantante de moda o que correr detrás del pobre Brayan o de Forest, más vale seguir a un mito de calidad comprobada. Revolucionarios, inconformistas, iluminados (Rosa Díez dice que es revolucionaria), oye, suelen caer bien, tienen un discurso apasionado, sincero: ellos se lo creen. ¡Es tan difícil encontrar a alguien que se crea algo! Don Quijote, Don Juan, Max Estrella. Pero, mira, con todos los respetos, eso de que lleven la razón, es muy discutible. Dicen que los revolucionarios han cambiado el mundo. Yo no quiero ser más desagradecido que Silvio, que quede claro que se agradece la intención, la entrega y, en algún caso, los resultados. Pero el mundo cambia de todas formas y los cambios del mundo escapan a nuestro control (también al de los revolucionarios) y eso no tiene remedio conocido. Ahora mismo puede haber un héroe anónimo ahogando su corazón en el mar, seguramente cerca de Canarias, un corazón tan lleno de esperanza como el del Che navegando hacia Cuba. Ahora mismo un iraquí puede estar ajustándose un cinturón de explosivos que mañana acabará con su vida y la de otros. Un iraquí tan desesperado, tan convencido de su ideal o tan loco como lo estaba el Che el día en que el verdugo acabó con su vida. No sé, ya he dicho varias veces que no sé, pero, con todo respeto, ¿puede alguien asegurar que si Cristo, ese ser excepcional en la historia que estaba completamente convencido de ser hijo único de Dios, no hubiera muerto en la cruz, ahora las cosas irían peor? A mí me gusta esa canción de Brassens cuyo estribillo reza: “Morir por unas ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Se dice que todos tienen su verdad y que nadie es dueño de la misma. Todo depende del cristal con que la mires, porque los ideales de uno, no necesariamente son de otro. Hay muchas cosas pequeñas que no sé conocen, pero las tenemos en nuestra cotidianidad, pequeños héroes que viven a nuestro lado, estan cerca nuestro tenemos esa fortuna si sabemos aprovecharla.