El día que perdí la Navidad

El día que perdí la Navidad estaba gimiendo y llorando en este valle de lágrimas, regando mi desierto jardín, cuando se me apareció, brillante como una estrella de tres puntas, carnal como un monte de Venus, una desterrada hija de Eva. ¿Cómo temblaba? Temblaba como una gota de rocío. ¿Cómo suspiraba? Suspiraba como un adolescente enamorado. Me acerqué hasta su corazón para escuchar el trepidar de cada latido y me bañé en su mirar de gacela herida. Entonces supe que no me equivocaba: ella era mi flor.
Hundí, pues, sus pies descalzos en la tierra mojada y la regué con la nieve de mi eterna espera y ella me regalaba con la fragancia de sus siete pétalos y florecía por doquier su vegetal concupiscencia. Yo entonces aún no sabía que había perdido la Navidad.
Llegó el momento en que no había versos en todos los poemas, en que no había colores en todas las paletas, en que no había notas en todas las sinfonías para cantar la gloriosa desnudez de mi ninfa, el candor fertilísimo de mi musa.
Los días se tornaban ángeles alados, las muletas de la realidad se sustentaban en una brisa tenue y todo el mundo se volvió de nube.
Sabed que todo esto que os cuento sucedió exactamente así y es la crónica rigurosa y original de mi recuerdo.
Ay, ay, ay, ¿por qué utilizaste tus piernas para andar? ¿Por qué creciste? ¿Por qué yo envejecí? ¿Qué pudo suceder para que un día cualquiera me sorprendiera sentado en mi jardín desierto, en mi jardín de siempre, ya sin Navidad?

No hay comentarios: