Ha pasado el tiempo suficiente y van quedando sobre todo los ojos. La historia se esconde detrás de la mirada. La del hombre que se aguantó el amor, la de la mujer a quien venció la esperanza, la del amigo que murió ebrio de heroísmo, la del verdugo atónito de justicia y venganza, la del criminal ofuscada de lujuria y penitencia. Y entre todas la tuya: ¿Por qué no te dejaste vivir? ¿Para qué, sino para darnos tormento, escribes ahora la historia de tu renuncia?
Tú también eres culpable. A ti también te delata tu mirada. Tu también deberías ser señalado por el verdugo entre la cercana multitud del estadio, ser perseguido y castigado por lo que no te atreviste hacer, por haber dejado escapar la vida sin atreverte a hacerlo.
Tú también sabes, como él, que la cadena perpetua no es mejor que la muerte.
¿Qué pasa cuando te aguantas el amor? ¿qué pasa cuando te conformas con la injusticia, cuando cumplir con la ley es una indignidad, cuando te sientes en deuda con tu propia vida, cuando tus ojos están gritando tus silencios, cuando detrás de la verdad acomodaticia late (y te llama) la verdad inexcusable, cuando los más débiles de entre los tuyos van ocupando tu ataúd?
Cuando la contemplación de la gacela ensangrentada, muerta, penetrada por el predador que también eres tú te oprime un poco más en tu impotencia para todo: para hacer el mal y para remediar el mal.
Vas a escribir un libro que te ayude a recordar, que te reconcilie con tu mirada, que te redima de lo que no hiciste. ¿Piensas librarte así de la cadena perpetua?
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